23 diciembre, 2016

Con olor a tinta y goma




Teatro Rosalía Castro, 16 de diciembre. El florido pensil (niñas). Memoria de la escuela nacionalcatólica, de Andrés Sopeña Monsalve, en adaptación teatral de Kike Díaz de Rada. Reparto: Loli Astoreka, Artola; Gurutze Beitia, Briones; Teresa Calo, Alberdi; Elena Irureta, Aguirre; Itziar Lazcano, Jáuregui. Dirección, Fernando Mernués y Mireia Gabilondo. Ayudante de dirección y regidora, Naiara Arnedo. Escenografía y coordinación técnica, Edi Naudò. Vestuario, Ana Turrillas. Producción ejecutiva, Ane Antoñanzas. Ayudante de producción, Vito Rogado. Iluminación, Xabier Lozano. Producción, Tanttaka teatroa.

Cartel de El florido pensil
El Florido Pensil / Niñas (Memoria de la escuela nacionalcatólica) es una comedia y hace reír al espectador. Y eso, que no es poco en tiempos apretados como los que vivimos, se eleva teatralmente muchos puntos cuando la función hace también pensar. Y ésta lo logra. Porque trata de la educación, una parte básica de la vida de cualquier país; y precisamente de la educación que se daba en España en una época tan determinante para nuestro país como la posguerra –de los años 40 a los 60-, en plena dictadura de Franco. Cuando la educación era nacionalcatólica, como dice el subtítulo de la obra. O no era; que aún quedaban demasiados españoles sin escolarizar pese a los afanes proselitistas y catequizadores del Régimen (que así se llamaba y escribía entonces la dictadura de Franco).

El Florido Pensil / Niñas es una adaptación de la obra homónima, producida también por Tanttaka Teatroa en 1996, escrita a partir del libro de Andrés Sopeña Monsalve. Una continuación bien necesaria para que el espectador del siglo XXI pueda hacerse una idea de la formación que que recibían las españolas. Que era bastante asimétrica con de la que recibían los varones, dado que Régimen e Iglesia (la católica, por supuesto) consideraban a las chicas unos seres destinados casi en exclusiva a un matrimonio absolutamente patriarcal, en el que ellas sólo habían de servir y satisfacer a sus maridos, procrear y perpetuar así en sus hijos la (por llamarla de alguna forma) educación en las mismas creencias que les habían sido impuestas. O grabadas a fuego a base de repetición memorística y cantada de consignas tantas veces incomprendidas [1], como con tanto y tan buen humor se denuncia desde el escenario desde el inicio mismo de la obra.

De izquierda a derecha: Calo,  Irureta, Astoreka, Lazkano y Beitia

Para ser justos con su trabajo, no cabe hacer distingos en la excelente interpretación, tan coral, de las cinco actrices que protagonizan El florido pensil / Niñas. La direccción de Bernués y Gabilondo da un vivo ritmo a la función, que no decae en toda su duración. La escenografía  de Edi Naudó da la imagen idónea de aquellas clases –aulas sería demasiado nombre- mates, oscuras y con olor a tinta barata, madera de lápices recién afilados, goma de borrar (Milán, se supone) y a manada infantil un puntico sudorosa.

Clases presididas por la extraña trinidad Foto de Franco-Crucifijo-Foto de José Antonio, que coronaba todas las pizarras del reino. Porque no hay que olvidar que España, además de “Unidad de destino en lo universal”, se consideraba oficialmente un reino. Sin rey, sí; pero reino al fin y con pizarras coronadas.

Niñas y pizarra coronada

Y así, entre risas y sonrisas, transcurre una obra que cumple el objetivo, cada vez más necesario, de recordar a quienes vivimos aquellos años cómo era entonces la vida en general y la escolar en particular; de las niñas en este caso. Y para mostrar parte de lo que era aquella España -de una vida gris sobre el fondo azul mahón de las camisas de Falange- a quienes han nacido y estudiado después de la dictadura. Jóvenes a la mayoría de los cuales, por poner un ejemplo, lo que se dice en El florido pensil / niñas sobre el  quizá sólo les provoca la risa o la sonrisa.

Imagen del Consultorio de Elena Francis

O incluso personas que, pese a haber vivido aquellos tiempos, llegan a considerar fuera de lugar el breve exordio –totalmente ad hoc- sobre violencia machista que se expone en la obra. Y que bien necesario es cuando el mismo fin de semana de la representación se han producido tres asesinatos más de mujeres por parte de sus parejas, exparejas o aspirantes a pareja.

Llegados aquí, se hace necesaria una digresión: de 1947 a 1984, nada menos que durante treinta y siete años, la radio española emitió un programa protagonizado por un personaje ficticio que, por boca de diferentes locutoras a lo largo de tanto tiempo, respondía a mujeres que pedían consejo sobre sus problemas. En principio se llamó Consultorio de Belleza de Elena Francis, una inversión abreviada del nombre (Francisca Elena Bes Calbetde la dueña del laboratorio de cosmética [2] que lo patrocinaba. Pero lo que en sus inicios era simplemente publicidad disimulada del laboratorio de cosméticos evolucionó más tarde a consultorio “sentimental”  y su sintonía se convirtió en la música de fondo de muchos hogares españoles.


Soto Viñolo, entrevistado por Mercedes Milá

A partir de entonces, sus consejos (que sólo años más tarde se descubrió que los escribía un equipo de guionistas dirigido por el periodista y crítico taurino Juan Soto Viñolo) fueron sobre la convivencia en el hogar. Pero como casi siempre implicaban la relación hombre-mujer, tales consejos bien podrían resumirse como “cuéntaselo a tu confesor y ten mucha paciencia y resignación cristiana, hija”. Todo en la línea de la guía La mujer ideal [3], publicada en 1958 como parte del temario de la asignatura –sólo para chicas- Economía Doméstica para el Bachillerato y el Magisterio, cuya autoría se atribuye a Pilar Primo de Rivera -hermana del fundador de Falange Española, José Antonio [4]-.

Pilar Primo de Rivera pasando revista a un grupo de muchachas  alemanas


No deja de ser curioso reseñar que, pocos días antes de la función en el Rosalía, saltaba en las redes sociales una noticia sobre la familia Primo de Rivera: la inclusión por el Ayuntamiento de Majadahonda (Madrid) en su programación cultural navideña de la versión filmada de Mi princesa roja, un musical sobre la vida sentimental de José Antonio y su posible amor prohibido con la esposa del Embajador de Rumanía.

Serrano Súñer entre un grupo de mandatarios alemanes

Esta proyección coincide en el tiempo con la de la serie de Telecinco Lo que escondían sus ojos, que trata de otros amores prohibidos: los de Ramón Serrano Súñer, que fue ministro en varios gobiernos de Franco. Una serie “rosa” sobre “El Cuñadísimo” [5], personaje siniestro donde los haya dentro del régimen franquista, responsable del internamiento y ejecución de miles de españoles en Mauthausen, el campo de exterminio de Categoría III, la más espeluznante incluso dentro del régimen nazi. Una más de muchas coincidencias que, dado el rumbo que está tomando el mundo y no sin cierta dosis de razón, tienen con la mosca detrás de la oreja a quienes no creen en la casualidad y sí en la causalidad.





[1] Lo de “Imposible el alemán” por “Impasible el ademán” hizo que se me saltaran las lágrimas, tanto por larisa como por la indignada emoción de recordar el mismo error en mi impuesta participación en los cantos fascistas–tan obligatorios como tremendamente eficaces, los jodíos- como alumno de mi cole.
[2] Para mujeres, claro. A los hombres ni se les ocurría que su piel pudiera –y aun menos debiera- ser cuidada, incluso dejando aparte el qué dirán.
[3] Se ha divulgado por Internet un texto con este título, con ilustraciones de una publicación mexicana, algunos de cuyos párrafos no se corresponden con los imperativos de la moral católica preponderante. No es el caso del último párrafo de ese texto, reproducido en el programa de mano de El Florido pensil / Niñas.
[4] Días antes de la función en el Rosalía saltaba en las redes sociales la noticia de que el Ayuntamiento de Majadahonda (Madrid) había incluido en su programación cultural navideña Mi princesa roja un musical sobre la vida sentimental de José Antonio y sus supuestos amores prohibidos con la esposa del Embajador de Rumanía.
[5] Ramón Serrano Súñer se casó con Ramona Polo, hermana de la esposa de Franco. Concuñado pues de éste, fue apodado “El Cuñadísimo”, en referencia al poder que llegó a tener y como irónica alusión al título de Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire que se autootorgó el dictador y que tanto le gustó ostentar. Fue precisamente el descubrimiento de los amores e que trata la serie -con Sonsoles Icaza y de León, marquesa de Llanzol, al parecer, entre otras muchas- lo que le hizo caer en desgracia ante Franco y perder su gran influencia política.



07 diciembre, 2016

Una trepa por cuenta propia



Teatro Rosalía Castro, 3 de diciembre. Happy End. Autor, Vaivén Producciones a partir de un texto de Borja Ortiz de Gondra. Reparto: Xabi Donosti, Martín; Garbiñe Insausti [1], Gabriela; Ana Pimenta, Ainhoa. Dirección, Iñaki Rikarte. Ayudante de dirección, Alberto Huici. Escenografía y vestuario, Ikerne Giménez. Utilería y atrezzo, Marcos Carazo. Diseño lluminación, Xabier Lozano. Iluminación, Andoni Mendizábal. Producción, Vaivén Producciones.


Cartel de Happy end
Todo lo que comienza tiene su fin, incluso las crisis económicas. Aunque la que venimos sufriendo en España no parece tenerlo, al menos para los más desfavorecidos, ése es el punto de partida de Happy end, “una comedia muy negra” en palabras de su productora, Vaivén Producciones. La crisis toca a su fin, la situación del país mejora a la vista de todos los datos y “la felicidad y el optimismo empiezan a invadirlo todo”.

También Happy End; pero felicidad y optimismo son dos caras de una plaga que amenaza acabar con su actividad. Porque ésta es una asociación clandestina surgida al hilo de la crisis [2], que ofrece un servicio bien singular: ayuda a suicidarse a personas desesperadas que no tienen el valor de hacerlo por sí mismas. Y, claro, cuando la vida sonríe hay menos candidatos al suicidio; con lo que Happy End ve reducida su “nicho de mercado” (pocas veces esta expresión de mercadotecnia tiene un significado tan descriptivo).

El servicio se presta en forma de cadena: cada candidato ha de ayudar al anterior y será ayudado por el siguiente. De esta forma la directora de la asociación, Gabriela, elude su responsabilidad. Al fin y al cabo ella sólo proporciona el contacto y son los propios asociados quienes cometen el delito de auxilio al suicidio. Y todo ello haciendo pasar al candidato a “asociado” por una serie de pruebas y ofreciéndole todo un catálogo de formas de despenarse. Pero respetando escrupulosamente, eso sí, toda una serie de “normas éticas”. Aquí, cuando surgen estas normas en el texto y tras el comienzo en un tono de comedia más o menos negra o ácida, surge la primera oportunidad que se le da al espectador avisado de ir más allá de la risa o la sonrisa.


Garbiñe Insausti (i), Xabi Donosti y Ana Pimenta (d)
 

Es ésta una oportunidad que cuesta aprovechar, pues Happy end es como un río corriendo por llanuras aluviales, en las recorre sus meandros de izquierda a derecha sin terminar de dirigirse claramente hacia alguna parte. Pasado el planteamiento inicial, un humor no muy corrosivo se va entreverando de esas consideraciones éticas, con la resultante de una inercia entre ambas posibilidades que dificulta tanto la sonrisa como la elaboración de conclusiones más serias derivadas del texto. Da la sensación de que a sus creadores les ha costado tomar partido por un género teatral u otro, como si quisiesen agradar a todos o temiesen molestar a alguien.

Lo más demostrativo de todo esto es seguramente el final, del que no hablo aquí, sino en las notas al pie para no destripárselo a quien pueda molestarle [3]. Personalmente, habría preferido uno en el que cada cual tuviese que sacar sus propias conclusiones; que el teatro puede y aun debe ser un revulsivo y el tema da sobradamente para ello. Pero cada autor es muy dueño de acabar su obra como mejor crea.

Casi, casi como acaba la vida misma de las personas, cuyo fin, a veces, se ve venir por edad o largas enfermedades; que otras se va vertiginosamente como en un remolino a través del sumidero de una pila o se acaba de forma inesperada, accidentalmete, por decisión propia...
...o ajena. Que, al final, Martín no deja de ser un pobre diablo como tantos otros, al que el destino o el azar lleva al lugar inadecuado en el momento más inoportuno. O el adecuado en el momento más oportuno (y sigo sin querer destripar el final  [4]).

Martín es el personaje más posible y reconocible de la obra. Un joven desgalichado física y mentalmente, que por no saber no sabe remeterse la camisa ni repartir folletos de propaganda. Y que confunde Happy End con una agencia de contactos (genial la reacción de Gabriela ante el ramo de flores). Xabi Donosti le da carne y alma (la de cántaro que corresponde al pobre chico), dota de verdadera vida a sus reacciones ante lo que se encuentra en la asociación y le aporta una evolución, no por extraña, menos posible dentro de su carácter timorato y dubitativo y de sus circunstancias vitales.

Gabriela, la dueña de la agencia, es una vividora. Una especie de trepa por cuenta propia; lo que los aficionados al lenguaje mercadotécnico llamarían una “free lance”. Pero una sin escrúpulos, que no hace ascos a vivir de la desesperación y el dolor ajenos, sacándoles un jugoso provecho. La actriz sustituta de Garbiñe Insausti tuvo algunos altibajos, como si no tuviera totalmente dominado el texto o le faltara una vuelta de torno para redondear el personaje.

Ana Pimenta hizo bien entrañable su personaje. Ainhoa (los despistes de Gabriela con los nombres son una clara manifestación de su desinterés por las personas) tiene carne (poca) y hueso (del que se le clava a uno en las entrañas). Sus reacciones ante la situación cambiante y la explicación de sus motivos para el suicidio son alguno de los puntos culminantes de la función.

La escenografía se conforma en un único ambiente, un antiguo edificio no residencial caído en el abandono, muy ajustado al ambiente de una “asociación” como Happy End. Una serie de ficheros en cajas apiladas bajo una sucia cristalera, una mesa con teléfono, un pasillo en el foro y una puerta metálica a la derecha del escenario centran adecuadamente toda la trama y acción de la obra. La iluminación, sencilla y sin pretensiones, las subraya correctamente.



[1] La actriz Garbiñe Insausti, que figura en el programa de mano, no actuó el sábado 3. El nombre de su sustituta no figura en dicho programa ni se anunció por megafonía.
[2] Iba a escribir “al calor de la crisis” pero esta voladura controlada de derechos y beneficios -que algunos, los que de ella se benefician,  aún se empeñan en presentar como una crisis económica-  no puede irradiar sino frialdad: aquélla con que se planeó y con la que se sigue ejecutando hasta este momento.
[3] NO LEER HASTA LLEGAR A LA REFERENCIA NÚMERO 3. En realidad, Happy end no tiene un final sino dos, que se representan separados por unos momentos de oscuridad. Un primero más duro, consecuente con la trama de la obra y un segundo que lo es con su título. En la representación del sábado 3 no debió de quedarle demasiado claro a la mayoría del público,  que no aplaudió tras el primero.
[4] NO LEER HASTA LLEGAR A LA REFERENCIA NÚMERO 4. Inoportuno según el primer final u oportunísimo si es el segundo el elelegido.

08 noviembre, 2016

Actualizar o no actualizar, ésa (no) es la cuestión








Teatro Rosalía Castro, 5 de noviembre. Hamlet, de William Shakespeare. Dirección y versión, Miguel del Arco. Reparto: Israel Elejalde, Hamlet; Ángela Cremonte, Ofelia; Cristóbal Suárez, Laertes / Rosencrantz / Fortimbrás; José Luis Martínez, Polonio / Enterrador / Osric; Daniel Freire, Claudio; Jorge Kent, Horacio / Guildenstern / Reinaldo / Enterrador; Ana Wagner, Gertrudis. Escenografía, Eduardo Moreno. Iluminación, Juanjo Lloréns. Sonido, Sandra Vicente (Studio 340). Vídeo, Juan Rodón. Vestuario, Ana López. Maestro de Esgrima, Jesús Esperanza. Lucha escénica, Kike Inchausti. Coproducción de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y Kamikaze Producciones.

Todo aficionado al teatro tiene el recuerdo idealizado de “su” Hamlet y el del protagonizado por José Pedro Carrión en el teatro Rosalía Castro (1990), antes de la restauración de éste, aún pervive en la memoria de muchos aficionados de A Coruña. La actualización de obras clásicas se hace necesaria, o al menos conveniente, para una mejor comprensión por parte del público de cada momento. Quizás, porque lo peor para un texto clásico son las versiones de cartón piedra (sobre todo mental, con un enfoque excesivamente rígido en aras de una pretendida ortodoxia).

Escenas iniciales del Hamlet de Kamikaze Producciones | Foto Ceferino López

 La cuestión no es actualizar o no –no lo es para mí, desde luego- sino que la actualización ha de hacerse sin menoscabo de la esencia de la obra. Esencia que reside tanto en el texto, los personajes o en la acción como en lo que desde hace años se llamaría su mensaje; es decir, la situación que el autor pretende manifestar, bien sea como punto de partida y desencadenante de la acción, bien como denuncia o simple pintura más o menos costumbrista de su época.

Si por algo fue rompedor Shakespeare es precisamente por el hecho de que la acción es en su teatro como un telón de fondo sobre el que sus personajes dibujan caracteres intemporales, que protagonizan esa denuncia de actitudes en la sociedad de su época. Hamlet denunciaba (en esta versión no recuerdo haberlo oído) la podredumbre de una corte. Esta denuncia engloba la ambición desmedida de poder, la falta de ética en sus relaciones personales y la carencia de cualquier clase de escrúpulos en sus alianzas políticas y bélicas.

Ésta es la situación de inicio y –podríamos decir- el desencadenante de la denuncia shakespeariana. Echo de menos en la versión de Del Arco una actualización a la España de hoy, a la Europa de hoy al mundo globalizado de hoy. Que bien podría estar relacionada con la corrupción política, con el dominio de las grandes corporaciones sobre gobiernos elegidos por sus conciudadanos y con los retiros dorados de los miembros de estos gobiernos en altos cargos de aquellas corporaciones.

¿No hay cientos, si no miles, de personajes y personajillos acomodaticios y trepadores en nuestra sociedad que hoy pululan, trepan y triunfan en el aparato de partidos y organizaciones sociales y económicas, y que bien podrían haberse reflejado en una verdadera actualización de Hamlet localizada en nuestro país? ¿Nadie ve el paralelismo? ¿No se pierde así una parte esencial del drama de Shakespeare?

Decir o no decir; esto es el verso
Tiene el teatro en verso la especial dificultad de fundir poesía y drama. Una especie de alquimia que los grandes actores logran con ese “saber decir el verso”. El uso sabio y equilibrado de la prosodia con el resultado de una dicción que no es declamación –el ritmo excesivamente marcado y la división del texto en versos y estrofas resta verosimilitud teatral- pero que tampoco pasa por reducirlo a mera prosa por mucho que ésta sea una correcta traducción del original en verso.

Y es precisamente ésta la sensación que se tiene a lo largo de casi toda la representación. Algo que, pese a todo, se puede admitir si se parte de la idea que Del Arco expone en el programa de mano cuando define Hamlet como “Un poema ilimitado habitado por un personaje ilimitado sobre un escenario que es puro espacio mental”.

Israel Elejalde | Foto Ceferino López

O puro espacio teatral. El diseñado por Eduardo Montero supone una buena economía de medios y una notable transversalidad de significados. Sus dos elementos principales son unas cortinas circulares semitransparentes y el artefacto central que rodean, un mueble de usos tan múltiples como sus posibles significados simbólicos. Tálamo, torre, trono, tumba y túmulo (en orden alfabético y casi cronológico por orden de utilización en escena).

Las cortinas, aparte de dividir convenientemente el espacio escénico, sirven de pantalla a la proyección de una serie de vídeos en blanco y negro que subrayan visualmente la acción. Con la curiosa excepción inicial de la proyección de una vista fija de la Plaza de España, de Madrid, que no se sabe qué pinta allí. Como no sea, claro está, localizar la firma de la versión, lo que un “Hazla pasar” de Gertrudis previo a la escena de la locura rubricaría de forma harto contundente.

El Hamlet de Miguel del Arco incluye una primera escena con el protagonista viviendo –o despertando de- un sueño como un flashback; o como esa sucesión de escenas de la propia vida que, según dicen los que no han muerto, se puede ver en el momento del propio óbito. A partir de ahí, la versión transita por tantas contradicciones como su protagonista.

Porque cualquier enfoque puede ser suficientemente aclarador o suficiente confuso cuando se pasa por el filtro adecuado, que en este caso habrá de ser el de la mente de Hamlet. El príncipe que nunca reinará en Dinamarca porque ya es, a la vez y al tiempo, el rey de la duda y de la decisión; de la locura y de la sensatez; de la confusión y de la clarividencia. Huérfano vengador o hijo edípico; de la ternura y de la rudeza; amante o maltratador psicológico.

Israel Elejalde y Ángela Cremonte | Foto Ceferino López 
Hamlet es quizás el rol más difícil, por contradictorio, a la hora de elegir un protagonista. Es un personaje joven que necesita de un actor maduro: nadie de menos de cuarenta o cincuenta años puede haber vivido las mieles y las hieles por las que hay que pasar para profundizar en él. El trabajo de Israel Elejalde recorre por todos los diferentes estados de ánimo –o las situaciones psicorrelacionales, perdón por el palabro– del príncipe de Dinamarca y su interpretación está llena de matices e intensidad dramática.

El apresuramiento en la dicción, probablemente por concepto del personaje en la dirección escénica, hace que se pierdan algunos pasajes de su papel. Y la intensidad sonora pasa por momentos bien matizados junto a otros cercanos al grito o, como en el monólogo tras su escena con el actor, algo bitonal, como una sucesión de dos notas largamente repetidas.

La idea de confiar a un solo actor los personajes de Claudio, de Hamlet padre y del director de la compañía de teatro que ha de actuar en el palacio es un gran hallazgo. La interpretación de Daniel Freire -un actor argentino- haciendo el papel de “Actor Argentino” es puro metateatro en la mejor tradición shakespeariana y su diálogo con Hamlet aporta un momento de fina ironía que relaja la tensión emocional del drama. Siendo notable el hecho de que no se le nota el acento hasta que interpreta este personaje, me queda la duda de si a partir de ese momento traslada su acento al personaje de Claudio, por alguna intención que se me escapa, o si al liberar su dicción natural se le hace más difícil volver a la empleada hasta ese momento.

Su actuación como el felón rey Claudio dibuja un carácter menos velado y conspirador de lo que debería ser habitual en el personaje. Es un poco como aquellas figuras recortadas en silueta, tan extendidas en el Siglo de las Luces, que son casi una caricatura por la mucha acentuación de los rasgos más notables del retratado.

La Ofelia que marca la dirección de Del Arco parece nacer de un permanente exceso de tensión como concepto. Está bien actuada por Ángela Cremonte, aunque en la escena de la cama y las siguientes su tono resulta algo afectado por momentos. Por otra parte, el enfoque y extensión de la escena de la locura la hacen aparecer más como pasada de vueltas por una intoxicación etílica o un colocón de drogas que como enajenada por un amor frustrado. Es una idea que pienso que está bastante fuera del significado del personaje y sus circunstancias.

Escena de la locura de Ofelia | Foto Ceferino López
Madre o enemiga; esa es la suya, Alteza 
La Gertrudis de Ana Wagener es quizás el personaje del reparto que más va tomando cuerpo, ganando consistencia a lo largo de la función: de la viuda alegre de un rey y (¿ra?) mera pareja sexual del hermano y asesino de su marido del inicio de la obra a la madre desesperada al verse obligada a vivir la, literalmente, fatídica muerte de su hijo. Los personajes secundarios que sobreviven a la poda de la versión están bien resueltos por Cristóbal Suárez (aunque el carácter de su Laertes es un tanto exagerado), José Luis Martínez y Jorge Kent.

De la música utilizada, podría decirse que es como bastante bifásica. Cuando sólo pretende acompañar y subrayar el texto lo hace con gran eficacia y hay momentos que roza la perfección, como en el diálogo de Hamlet con el espectro de su padre. Esa melodía de extraña raleza del piano sobre unas inquietantes notas pedal en el registro más grave -ambas muy bien resaltadas por la ecualización- emocionan hasta poner los pelos de punta. En las escenas de mayor movimiento, sin embargo, tiene un exceso de presencia, casi llegando a dejar como subsidiarios texto y actuación. Es el caso de la escena de la desaforada locura de Ofelia, antes mencionada.

Cristóbal Suárez  e Israel Elejalde | Foto Ceferino López
Un detalle final digno de los mejores escenarios. La lucha a espada entre Hamlet y Laertes, muy bien coreografiada y en una actuación bien teatralizada, fruto de un más trabajo que notable de Jesús Esperanza y Kike Inchausti, en la mejor tradición de teatro clasico.



24 octubre, 2016

Que no decaiga




La Octava de Bruckner es una de las sinfonías más exigentes que puede afrontar una orquesta. Requiere de ésta una gran calidad en todas sus secciones, de forma que el equilibrio sonoro no se pierda en el ordenado laberinto de sus muchas exposiciones, transiciones, clímax y pausas entre secciones. Es lo que se suele llamar una obra de largo aliento, que precisa que el inmenso edificio de su construcción no se vea tapado por sus mil y un detalles sonoros. Es decir, que la tensión expresiva no decaiga a lo largo de su larga duración

De no lograrse esto, algo especialmente necesario y especialmente difícil en sus silencios y sus momentos de mayor recogimiento, se corre el peligro de convertirla en la mera yuxtaposición de infinidad de motivos, temas y situaciones. Lo que un notable crítico español consideraba en los años sesenta que eran las sinfonías del piadoso compositor austriaco.

Entonces y sólo entonces, las pausas entre sus secciones corren el peligro de convertirse en verdaderos interruptores de la atención del oyente y de la concentración de los músicos. Algo que tantas veces hemos escuchado (y sufrido) por estos pagos, en vez de ser las recargas de energía expresiva necesarias ante el enorme esfuerzo físico y emocional que supone su interpretación para músicos y director.

Sólo para tomar fuerza
A Leif Segerstam se le recuerda por su extraordinaria y personalísima versión de Eschejerezada hace dos temporadas con la Sinfónica, cuya grabación ha roto moldes en Internet por su final dramatizado por director y músicos con gritos. El viernes en A Coruña –y el día anterior en el flamante Auditorio de Ferrol, para la temporada de conciertos de la Filarmónica Ferrolana- no cayó en os defectos arriba mencionados.

Leif Segerstam dirigiendo a la OSG en Eschejerezada |Fotograma del vídeo de The Violin Channel


Muy al contrario, la fuerza interior de la magna obra bruckneriana se mantuvo a lo largo de casi toda su gran duración (dejo para el amigo psanquin la medida exacta de esta versión y la comparación con los distintos registros discográficos). Y no sólo por su gran dominio de la dinámica, que resultó de muy amplio rango, con los fuertes contrastes y la fina gradación requerida por la partitura.  Algo que no es contradictorio, aunque hubo y hay versiones en las que podría parecerlo.

Sólo decayó algo en el precioso y largo Adagio, en el que la última parte de la indicación feirelich langsam; doch nicht schleppend (ceremoniosamente lento; pero no deprimido) pudo fallar para parte del auditorio. Quizás fuera ésta la razón de que a muchos aficionados se les hiciera algo larga; muy larga para bastantes; e incluso interminable para algunos que así lo confesaban a la salida del concierto. Pero fue una versión que en lo expresivo aunó poderío y sensibilidad y en la que todos y cada uno de los solistas y secciones lucieron su gran calidad técnica y artística.

Sólo por destacar algo, la musicalidad de chelos y violas en el tema conjunto del primer movimiento y la brillantez y sutileza de la sección de trompas (reforzada hasta ocho efectivos por por exigencia de la partitura) y tubas Wagner ya dieron muestra de ello desde el primer movimiento. Absolutamente todos los solistas que intevinieron a lo largo de la obra lo confirmaron. Brillantes los metales: su calidad, la escritura de Bruckner y la sabia musicalidad de Segerstam los hicieron sonar redondos o incisivos según lo requerido, sin ese tufillo a órgano que tantas veces malogra la música del austriaco, tan vapuleado en tantos momentos y por tanta gente.

Timorato y previsor
Anton Bruckner 
Y es que el carácter de Bruckner, al que siempre se le ha achacado su rusticidad, era bastante más complejo de lo que se suele decir. Por una parte era retraído y tímido, lo que le hacía demasiado dócil ante la opinión ajena. Pero también era muy desconfiado sobre los motivos de tantos “amigos” y colegas, críticos con su obra y llenos de esas buenas intenciones de las que dicen que está empedrado el infierno. 

Esto le hizo ser precavido ante las críticas; y aunque siguió los consejos de revisión de sus obras, guardó los manuscritos originales “para tiempos futuros, gracias a lo cual podemos escuchar sus obras tal como él las escribió de primera intención.

Pero su afán de agradar hizo que su obra sufrierala trayectoria más disparatada jamás seguida por todo un corpus sinfónico. La de la Octava está recogida por José Luis Pérez de Arteaga en sus más que acertadas notas al programa de este concierto. Sólo como un pequeño resumen, me permito añadir el inventario “definitivo, por ahora” de sus sinfonías.

Sinfonía nº 1, cuatro versiones distintas; nº 2, tres; nº 3, seis; nº 4, cinco; nº 5, tres; nº 6, tres; nº 7, tres; nº 8, cuatro; nº 9 (inacabada), tres. A las que hay que añadir dos sinfonías fuera de esta numeraciónla Sinfonía 00, Estudio, y la 0 Nüllte. Un total de treinta y cinco versiones contando redacciones iniciales y revisiones propias y ajenas. Para volverse loco.

22.10.2016, Palacio de la Ópera, A Coruña. Orquesta Sinfónica de Galicia, director Leif Segerstam. Programa: Anton Bruckner, Sinfonía nº 8 en do menor (versión de 1890, edición Nowack)

06 agosto, 2016

Emparedados y bigudíes





Investigando las posibilidades dramáticas de un espacio privado abierto al público y que funcionara como tal, el grupo creativo Montgomery encontró uno en el madrileño barrio de Malasaña. Sus características físicas y situación en la ciudad fueron decisivos para su elección como escenario para una función de teatro de proximidad. Su actividad –una peluquería llamada “Cortacabeza”- dio origen al texto de Lavar, cortar y enterrar. Un espacio escénico -con su recepción, sillones y secadores, bacías y lavacabezas, escaleras, sótano, cuarto de aseo- aportó naturalidad y fue el origen mismo de la obra que se puede disfrutar en el Teatro Colón de A Coruña desde el jueves 4 al domingo 7 de agosto.



Míriam Díaz Aroca ante el cartel de Lavar, marcar y enterrar

Y digo disfrutar porque Lavar, cortar y enterrar  es una comedia (sin más pretensión que hacer pasar un buen rato a los espectadores) con el exigente objetivo de hacer pasar un buen rato a los espectadores. Tacho y corrijo, que una mañana de sábado puede ser propicia a escribir frases hechas; pero la verdad es que hacer pasar un buen rato a la gente es una de los propósitos más difíciles, nobles y meritorios a los que puede aspirar un autor teatral.

JuanMa Pina, autor, director y miembro del grupo Montgomery, se lanzó a la tarea de escribir una obra para cuatro actores: teatro de cercanía por concepto y origen, que llega al público por sus textos, personajes y situaciones. Su texto crea unos nexos de complicidad con el público a través de unos códigos que facilitan el entendimiento de la obra a éste.

JuanMa Pina 

El texto permite un recorrido por el Madrid de unas décadas del s. XX, especialmente los años 80 y 90, los años de la movida, y da vida a unos personajes que el recuerdo del cine de la época hace perfectamente creíbles y casi identificables. Y es que  Lavar, cortar y enterrar es una comedia poblada por seis personajes encarnados por cuatro actores, pero también llena de situaciones cambiantes a lo largo de la función.

Todo esto llevado con un ritmo escénico creciente y sin descanso; pero no sin pausas, recurso que Pina inserta admirablemente en su texto y resuelve brillantemente en su trabajo de dirección escénica. Lavar, cortar y enterrar  tiene un ritmo prácticamente cinematográfico en el que las escenas en tiempo real se mezclan con “flash-back”, llevando al espectador por el camino –tan difícil de hallar para un autor- de la sonrisa casi continua, con paradas periódicas en suaves carcajadas.

Como arriba queda dicho, la obra respira la naturalidad derivada de su origen escénico en una peluquería real. Pero también la de unos personajes tan desmadrados como posibles -como reales, en definitiva-, que el público puede comprender y asumir como propios a través de ilustres antecedentes almodovarianos. Lo que no tiene nada de extraño, dadas las fuentes de inspiración del autor, que hace poco declaraba “Me encanta escuchar a mis amigos, estar atento en el metro, mezclar historias reales con locuras que sueño, ponerme a escribir sin saber a dónde voy y sorprenderme a mi mismo”.

Arturo y Gabi

Escribiendo Lavar, cortar y enterrar  debió de darse más de una agradable sorpresa. Y claro, si logra sorprenderse a sí mismo no es extraño que también sorprenda al público. Y que éste deje que su sonrisa flote en la fresca corriente de la función y que su risa surja ante las situaciones, diálogos ¡y silencios! eficazmente escritos por JuanMa Pina y brillantemente interpretados por sus actores.


El centro de este pequeño sistema solar de cuatro personajes muy reales y dos casi fantasmales es Gabi, la dueña de la peluquería en la que todo pasa -y en la que todo pasó-. Una mujer con un tono de pasotismo entre real y fingido, que dice mucho cuando habla y casi más cuando calla. Porque en cuanto pasan los primeros minutos de la función, cualquier espectador avisado intuye que sus silencios están llenos de acción interior, de pensamientos “con freno y marcha atrás” (perdone la cita, don Enrique), como se verá a lo largo de la obra. Míriam Díaz Aroca la encarna espléndidamente, con el necesario punto de cercanía a los límites de la actuación.

Fer y Gabi  
Fer es un peluquero eficiente, gay y neurótico. Su ausencia inicial del escenario lo bosqueja; la gestualidad corporal, la voz y los silencios de Mario Alberto Díez lo definen; lo bordan. Su actuación es de sobresaliente “cum laude” de principio a fin. Lucas y Vero son dos exalumnos de la Academia de Policía que tratan de resolver su(s) vida(s) sin (o al) percatarse de que en realidad no saben por dónde orientarla(s). La solución, un robo por butrón que acaba por ser más Rufufú que Rififí por los sabrosos “emparedados” que Gabi conserva al frescor del sótano de su peluquería. 

Los nervios y meteduras de pata de unos pobres diablos los ponen a los pies de los caballos o, lo que es casi igual pero más peligroso para ellos, en manos de Gabi. Su interpretación por Juan Caballero y Rebeca Plaza –En otras funciones se turnan con otros actores- es más que correcta y promete nuevos momentos divertidos en la secuela, ya estrenada en Madrid, No hay mejor defensa que un buen tinte. ¿Para cuándo en A Coruña?