Mostrando entradas con la etiqueta #T. Rosalía. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta #T. Rosalía. Mostrar todas las entradas

04 abril, 2017

La red, la trama





A Coruña, Teatro Rosalía Castro. Los malditos, de Antonio Lozano. Dirección, Mario Vega. Reparto: Gustavo Safores (Uruguay); Emilio Buale Guinea Ecuatorial); Soraya G. del Rosario (España); Quique Fernández (Argentina). Espacio escénico, Mario Vega. Maquinaria y escenografía, Marcos Daniel Rodríguez. Diseño de iluminación, Ibán Negrín. Diseño de sonido directo, Aridane Benítez. Vestuario y caracterización, Nauzet Alfonso Música de L. van Beethoven, G. Moustaki y José Brito. Orquesta Universitaria Maestro Valle, de la ULPGC. Dirección orquesta, José Brito. Grabación, Blas Acosta. Ambientación sonora, Alejandro Doreste. Audiovisual, Arima León. Fotografías, Nacho González. Dirección de animación, Juan Carlos Cruz. Producción, Unahoramenos producciones. Dirección de producción, Ana Belén Santiago. 





Primera coproducción de una ambiciosa red de Corredores Culturales [1], Los malditos está  producida por diferentes entidades españolas y latinoamericanas [2] y denuncia el lado oscuro de los grandes movimientos de seres humanos a lo largo y ancho de la Tierra y sus consecuencias, como la esclavitud o el tráfico de seres humanos, enteros o despiezados.

Éstos, para el aprovechamiento de sus órganos en trasplantes “sólo para ricos”. Los enteros -que sólo lo son físicamente; la realidad siempre los rompe- también para explotarlos. Desde niños en las minas de coltán [3]. O como niños-soldado en unas guerras, como todas las malditas guerras, en las que muchos débiles luchan para defender los intereses de pocos fuertes, los aquí llamados Señores de la Guerra.





O para explotarlAs. Eso que antes se llamaba trata de blancas para diferenciarlo de la esclavitud, la llamada trata de negros, pero que es lo mismo. La voluntad de una persona –de millones de personas, en realidad- sometida a la de otro; sea éste el “propietario”, quien la compra, o su poseedor temporal, quien la alquila por un rato simplemente para su placer, para satisfacer sus instintos sexuales o su ansia de posesión. Siempre el sometimiento, siempre la esclavitud.

Aida era una prostituta africana sin papeles -esclava por partida triple: por prostituta, por africana y por indocumentada-, que un día aparece muerta en las aguas del puerto de una ciudad española. Su muerte violenta sólo importa a su amiga Malika, marroquí y también prostituta, que ni puede ni quiere olvidarla. Malika trata de convencer a su novio Dieudonné –un congoleño también indocumentado- y a Armando, un periodista latinoamericano amigo de éste, de suplir la pasividad de la policía con una investigación propia.





El empeño no es fácil: Dieudonné preferiría olvidar su pasado africano y Armando está inmerso en un gran reportaje que trata de los problemas que impulsaron a Dieudonné a huir de su país, reportaje que trata de vender a un canal de televisión. Pero Malika los persuade y sus pesquisas los llevan a descubrir que el mal que denuncia Amando en su reportaje es menos lejano y ajeno de como él lo enfoca. La trama africana que él denuncia y que explota niños en las minas de coltán se extiende como una red de poder más cercana de lo que parece.

La música es parte importante de la función. Desde antes del inicio de ésta, una pantalla nos muestra al fondo del escenario a una pequeña orquesta sinfónica calentando antes de un concierto. Una vez oscurecida la sala comienza a sonar el Allegretto de la Séptima de Beethoven, que luego va apareciendo en variaciones compuestas por José Brito. Pocas músicas pueden ser más adecuadas como representación sonora de los grandes movimientos migratorios que la pieza de una sinfonía que muestra los sentimientos más hondos de ésta, la que expresa como ninguna otra obra sinfónica la idea de movimiento. Músicas creadas “ad hoc” y un arreglo casi en parlato de Le meteque de Georges Moustaqui desarrollan musicalmente –por encima del mero concepto de acompañamiento- la idea central y toda la trama de la obra. 

En cuanto a escenografía, maquinaria y luminotecnia, son en mi opinión el mayor logro de la producción. La ductilidad de aquéllas y la perfecta adecuación a cada momento del texto de ésta tienen al espectador en una continua tensión y lo arrastran a mantener una atención activa a los largo de toda la función. El elemento escenográfico central es una armazón metálica con un lienzo blanco, pantalla y pared, que flota como una esperanza a cada cambio escénico . Con una red en la que los actores se recuestan o sobre la que caminan y que es viviendas u oficina cuando la acción tanscurre en España, que cierra una pobre choza en África o se convierte en valla con concertinas en la frontera que separa y divide, más allá de lo humanamente aceptable, España y África.




Las proyecciones de Juan Carlos Cruz, realizadas mediante la técnica llamada rotoscopia, son otro coprotagonista de la obra y contribuyen con su fuerza visual a dramatizar idóneamente su contexto. La rotoscopia se hace redibujando fotograma a fotograma los 25 por segundo de un vídeo realista, consiguiendo efectos menos realistas pero más dramáticos por el efecto de un acabado final tembloroso.

El texto de Antonio Lozano tiene dos aspectos algo contradictorios: bien resuelto en la nayoría de los diálogos personales entre personajes, tiene en lo que podríamos llamar su discurso social un tono excesivamente mitinero que puede alejar a algunos de la idea central de denuncia. La acción está aceptablemente resuelta aunque, para seguirla mejor, habría sido deseable poner en el programa de mano la lista de los diez personajes representados por sólo cuatro actores. Estos se ayudan de megafonía a lo largo de la obra, ignoro si de manera ocasional o habitual. La actuación es más que correcta en todos en cuanto a  gestualidad facial y corporal pero deja algo que desear en cuanto a vocalización en el caso de Soraya G. del Rosario.




[1] Los Corredores Culturales es un ambicioso proyecto creado por los socios de la Red Eurolatinoamericana de las Artes Escénicas (REDELAE) con el objetivo de propiciar y fomentar las coproducciones entre los diferentes agentes culturales de los países que componen esta red internacional. El grupo inicial de fundadores de esta red informal, nacida en 2013, estuvo conformado por representantes de Colombia, Chile, Ecuador, Perú, Uruguay, Francia, Croacia y España. En la actualidad, está compuesta por más de 20 entidades.

[2] Por parte española: Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria, Ayuntamiento de Agüimes (Gran Canaria), Festival MUECA de Puerto de la Cruz (Tenerife), Padroado de Cultura de Narón (A Coruña) y Donostia Kultura (Guipuzcoa). A nivel internacional: Festival Internacional de Teatro de Manizales (Colombia), Sala Verdi (Montevideo, Uruguay) y Escena Sur de Aquitania (Francia).

[3] Mineral compuesto por colombita y tantalita, de color negro o marrón muy oscuro, que se utiliza en microelectrónica, telecomunicaciones y en la industria aeroespacial.

03 marzo, 2017

¿Soñé por un momento?





Teatro Rosalía Castro, 24 de septiembre de 2016. La respiración. Autor y dirección, Alfredo Sanzol. Reparto: Pau Durá, Íñigo; Verónica Forqué, Maite; Nuria Mencía, Nagore; Pietro Olivera, Andoni; Martiño Rivas, Mikel; Camila Viyuela, Leire. Música, Fernando Velázquez; Escenografía y vestuario, Alejandro Andújar; Diseño iluminación, Pedro Yagüe. Construcción decorados, May Servicios, María Calderón.

Crónica borrada por error y republicada fuera de su fecha

La respiración es una de esas obras de las que uno sale preguntándose cosas; esa clase de teatro que con un tono y construcción de comedia presenta un drama personal de hondo calado. Algo así como un estanque rodeado de flores y alegres esculturas, en el que el agua translúcida permite entrever los desconchones que el paso del tiempo ha dejado en su fondo. La obra, que habla del amor y las relaciones humanas, es una crónica sobre la soledad: la que sufrió el autor, Alfredo Sanzol, por la separación de quien había sido su pareja quince años; la que en el texto vive Nagore, el personaje femenino protagonista.

Dice Sanzol que La respiración  es una obra terapéutica, escrita “para que me cure a mí y también al público” porque “el humor tiene una finalidad curativa; al poner en el escenario nuestras propias contradicciones y paradojas, hace que tomemos distancia sobre ellas, lo que nos ayuda a verlas mejor y a aceptarlas”.


Nuria Mencía

Nagore presenta su drama personal e íntimo al inicio de la función en un soberbio monólogo lleno de duras verdades y preciosas expresiones que nos hacen sentir una profunda empatía con el personaje (¿con el autor?). Con frases como “el hueco que dejan los pequeños ruidos”, que expresan de forma tan profunda como poética el dolor que se siente con la soledad impuesta. La que ella siente, por ejemplo, en su deambular nocturno por una casa vacía de sentido para ella.

La presencia y consejos de la madre, Maite, desencadenan toda la acción posterior y las situaciones humorísticas que Sanzol extiende como un bálsamo sobre los sentimientos de Nagore y su impacto en el espectador. Las clases de yoga; las relaciones cruzadas (cruzadísimas) de los seis personajes que se van descubriendo a lo largo de la representación materializan –o sólo simbolizan- ante el público el cambio de aires con el que Maite pretende que Nagore deje atrás su vida pasada y supere su dolor.

De izquierda a derecha: Pietro Olivera, Pau Durá,
Verónica Forqué y Martiño Rivas

La descabellada acción y el tono un tanto vodevilesco tejen un sutil velo entre escenario y platea, sobre el que nacerá la visión de la obra de cada espectador. Desde quienes simplemente hayan pasado un buen rato riéndose con las aventuras de Nagore y compañia hasta quienes hayan sentido sus desventuras como un reflejo de su vida. Desde quien se identifique con alguno o algunos de los personajes hasta quien después de salir del teatro haya seguido preguntándose cosas. Algo parecido a la sensación de permanencia de aromas y sabores que dejan los buenos vinos y que invita a catar más de esa bodega.

Alfredo Sanzol, presenta La respiración como “un regalo” para cuantos de alguna manera se hayan visto tocados por el amor. ¿Y quién no lo ha sido en algún momento de su vida de forma positiva o negativa? ¿Quién no se ha sentido, como él mismo dice, con “el pabellón de la autoestima en lo más alto gracias al amor” o “en lo más bajo gracias al amor”? No, desde luego, “todos los que piensan y sienten que, a pesar de lo que hagas con el pabellón de tu autoestima, cuando te enamoras te la juegas”.

Nuria Mencía

Quizás sólo “los que hayan conseguido que el pabellón de su autoestima no dependa de nadie”. Aquéllos cuya respiración –metáfora que actúa como hilo conductor de la obra- sólo depende de su esfuerzo físico; quizás porque han llevado sus relaciones personales por caminos diferentes a los del sentimiento y la empatía.

Gran actuación la de Nuria Mencía, encarnando a la Nagore llena de angustia y dolor, una mujer perpetuamente descolocada en su nueva vida pero que es capaz  de ilusionarse progresivamente con la vivencia o fantasía con que se encuentra al seguir el consejo materno. También a la que sufre el duro aterrizaje en la la realidad cuando todo vuelve a ella o deshace la fantasía.

Arriba, Verónica Forqué;
abajo, Nuria Mencía
Verónica Forqué acaba de llegar al reparto. Su actuación deja un cierto regusto a “locamadre” sobre el que, sin embargo, no puedo evitar ver la su forma de hacer como actriz por encima de “la chicha” y el espíritu del personaje. Excelente Camila Viyuela como la Leire llena de juventud e ilusión en su relación con Mikel... y una cierta doblez –mejor dicho, una doblez cierta- en las que mantiene con los demás.

Pau Durá hace un Íñigo muy creíble. Es soberbio el monólogo con el que describe el descubrimiento de su expareja, en el que transita por un variado espectro expresivo desde el pasmo a la indiferencia y desde la incredulidad al desgarro. Bien representado el Andoni de Pietro Olivera, de la serenidad zen al descaro autojustificador, y prometedor Martiño Rivas como “gym-man” chulete y descarado; algo menos creíble en sus diálogos con Leire.

Martiño Rivas y Camila Viyuela

“Aaire, soñé por un momento que era aaire...”
Dice Sanzol, que cuando la hija de Nagore está con el padre, Maite introduce a esta “en una fantasía, una historia de amor con varios hombres». Al final, el espectador puede preguntarse si ella puede cantar el estribillo de la vieja canción de Mecano. Si los personajes han vivido de verdad todo todo el episodio que ha visto sobre el escenario. O si todo ha sido simplemente imaginado por Nagore - ella misma lo llama fantasía al final de la obra sin que quede claro el sentido de la palabra-, entre la primera escena con Maite y la llamada final del compañero de instituto. Que, por cierto, se llama Alfredo (¿casualmente?), como el autor. O qué parte de la trama habrá sido vivida por éste o sólo producto de su imaginación o de los talleres de improvisación con los actores de que salió parte del texto. O cómo preferiría cada espectador haber vivido, llegado el caso, una situación de desamor.

Mucha “O” como conjunción (disyuntiva, por cierto, no copulativa). Ahora el trabajo es para cada espectador que quiera asumir la obra en la medida de sus posibilidades o exigencias. Muchos aún seguimos pensando.


Aire...



07 diciembre, 2016

Una trepa por cuenta propia



Teatro Rosalía Castro, 3 de diciembre. Happy End. Autor, Vaivén Producciones a partir de un texto de Borja Ortiz de Gondra. Reparto: Xabi Donosti, Martín; Garbiñe Insausti [1], Gabriela; Ana Pimenta, Ainhoa. Dirección, Iñaki Rikarte. Ayudante de dirección, Alberto Huici. Escenografía y vestuario, Ikerne Giménez. Utilería y atrezzo, Marcos Carazo. Diseño lluminación, Xabier Lozano. Iluminación, Andoni Mendizábal. Producción, Vaivén Producciones.


Cartel de Happy end
Todo lo que comienza tiene su fin, incluso las crisis económicas. Aunque la que venimos sufriendo en España no parece tenerlo, al menos para los más desfavorecidos, ése es el punto de partida de Happy end, “una comedia muy negra” en palabras de su productora, Vaivén Producciones. La crisis toca a su fin, la situación del país mejora a la vista de todos los datos y “la felicidad y el optimismo empiezan a invadirlo todo”.

También Happy End; pero felicidad y optimismo son dos caras de una plaga que amenaza acabar con su actividad. Porque ésta es una asociación clandestina surgida al hilo de la crisis [2], que ofrece un servicio bien singular: ayuda a suicidarse a personas desesperadas que no tienen el valor de hacerlo por sí mismas. Y, claro, cuando la vida sonríe hay menos candidatos al suicidio; con lo que Happy End ve reducida su “nicho de mercado” (pocas veces esta expresión de mercadotecnia tiene un significado tan descriptivo).

El servicio se presta en forma de cadena: cada candidato ha de ayudar al anterior y será ayudado por el siguiente. De esta forma la directora de la asociación, Gabriela, elude su responsabilidad. Al fin y al cabo ella sólo proporciona el contacto y son los propios asociados quienes cometen el delito de auxilio al suicidio. Y todo ello haciendo pasar al candidato a “asociado” por una serie de pruebas y ofreciéndole todo un catálogo de formas de despenarse. Pero respetando escrupulosamente, eso sí, toda una serie de “normas éticas”. Aquí, cuando surgen estas normas en el texto y tras el comienzo en un tono de comedia más o menos negra o ácida, surge la primera oportunidad que se le da al espectador avisado de ir más allá de la risa o la sonrisa.


Garbiñe Insausti (i), Xabi Donosti y Ana Pimenta (d)
 

Es ésta una oportunidad que cuesta aprovechar, pues Happy end es como un río corriendo por llanuras aluviales, en las recorre sus meandros de izquierda a derecha sin terminar de dirigirse claramente hacia alguna parte. Pasado el planteamiento inicial, un humor no muy corrosivo se va entreverando de esas consideraciones éticas, con la resultante de una inercia entre ambas posibilidades que dificulta tanto la sonrisa como la elaboración de conclusiones más serias derivadas del texto. Da la sensación de que a sus creadores les ha costado tomar partido por un género teatral u otro, como si quisiesen agradar a todos o temiesen molestar a alguien.

Lo más demostrativo de todo esto es seguramente el final, del que no hablo aquí, sino en las notas al pie para no destripárselo a quien pueda molestarle [3]. Personalmente, habría preferido uno en el que cada cual tuviese que sacar sus propias conclusiones; que el teatro puede y aun debe ser un revulsivo y el tema da sobradamente para ello. Pero cada autor es muy dueño de acabar su obra como mejor crea.

Casi, casi como acaba la vida misma de las personas, cuyo fin, a veces, se ve venir por edad o largas enfermedades; que otras se va vertiginosamente como en un remolino a través del sumidero de una pila o se acaba de forma inesperada, accidentalmete, por decisión propia...
...o ajena. Que, al final, Martín no deja de ser un pobre diablo como tantos otros, al que el destino o el azar lleva al lugar inadecuado en el momento más inoportuno. O el adecuado en el momento más oportuno (y sigo sin querer destripar el final  [4]).

Martín es el personaje más posible y reconocible de la obra. Un joven desgalichado física y mentalmente, que por no saber no sabe remeterse la camisa ni repartir folletos de propaganda. Y que confunde Happy End con una agencia de contactos (genial la reacción de Gabriela ante el ramo de flores). Xabi Donosti le da carne y alma (la de cántaro que corresponde al pobre chico), dota de verdadera vida a sus reacciones ante lo que se encuentra en la asociación y le aporta una evolución, no por extraña, menos posible dentro de su carácter timorato y dubitativo y de sus circunstancias vitales.

Gabriela, la dueña de la agencia, es una vividora. Una especie de trepa por cuenta propia; lo que los aficionados al lenguaje mercadotécnico llamarían una “free lance”. Pero una sin escrúpulos, que no hace ascos a vivir de la desesperación y el dolor ajenos, sacándoles un jugoso provecho. La actriz sustituta de Garbiñe Insausti tuvo algunos altibajos, como si no tuviera totalmente dominado el texto o le faltara una vuelta de torno para redondear el personaje.

Ana Pimenta hizo bien entrañable su personaje. Ainhoa (los despistes de Gabriela con los nombres son una clara manifestación de su desinterés por las personas) tiene carne (poca) y hueso (del que se le clava a uno en las entrañas). Sus reacciones ante la situación cambiante y la explicación de sus motivos para el suicidio son alguno de los puntos culminantes de la función.

La escenografía se conforma en un único ambiente, un antiguo edificio no residencial caído en el abandono, muy ajustado al ambiente de una “asociación” como Happy End. Una serie de ficheros en cajas apiladas bajo una sucia cristalera, una mesa con teléfono, un pasillo en el foro y una puerta metálica a la derecha del escenario centran adecuadamente toda la trama y acción de la obra. La iluminación, sencilla y sin pretensiones, las subraya correctamente.



[1] La actriz Garbiñe Insausti, que figura en el programa de mano, no actuó el sábado 3. El nombre de su sustituta no figura en dicho programa ni se anunció por megafonía.
[2] Iba a escribir “al calor de la crisis” pero esta voladura controlada de derechos y beneficios -que algunos, los que de ella se benefician,  aún se empeñan en presentar como una crisis económica-  no puede irradiar sino frialdad: aquélla con que se planeó y con la que se sigue ejecutando hasta este momento.
[3] NO LEER HASTA LLEGAR A LA REFERENCIA NÚMERO 3. En realidad, Happy end no tiene un final sino dos, que se representan separados por unos momentos de oscuridad. Un primero más duro, consecuente con la trama de la obra y un segundo que lo es con su título. En la representación del sábado 3 no debió de quedarle demasiado claro a la mayoría del público,  que no aplaudió tras el primero.
[4] NO LEER HASTA LLEGAR A LA REFERENCIA NÚMERO 4. Inoportuno según el primer final u oportunísimo si es el segundo el elelegido.

08 noviembre, 2016

Actualizar o no actualizar, ésa (no) es la cuestión








Teatro Rosalía Castro, 5 de noviembre. Hamlet, de William Shakespeare. Dirección y versión, Miguel del Arco. Reparto: Israel Elejalde, Hamlet; Ángela Cremonte, Ofelia; Cristóbal Suárez, Laertes / Rosencrantz / Fortimbrás; José Luis Martínez, Polonio / Enterrador / Osric; Daniel Freire, Claudio; Jorge Kent, Horacio / Guildenstern / Reinaldo / Enterrador; Ana Wagner, Gertrudis. Escenografía, Eduardo Moreno. Iluminación, Juanjo Lloréns. Sonido, Sandra Vicente (Studio 340). Vídeo, Juan Rodón. Vestuario, Ana López. Maestro de Esgrima, Jesús Esperanza. Lucha escénica, Kike Inchausti. Coproducción de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y Kamikaze Producciones.

Todo aficionado al teatro tiene el recuerdo idealizado de “su” Hamlet y el del protagonizado por José Pedro Carrión en el teatro Rosalía Castro (1990), antes de la restauración de éste, aún pervive en la memoria de muchos aficionados de A Coruña. La actualización de obras clásicas se hace necesaria, o al menos conveniente, para una mejor comprensión por parte del público de cada momento. Quizás, porque lo peor para un texto clásico son las versiones de cartón piedra (sobre todo mental, con un enfoque excesivamente rígido en aras de una pretendida ortodoxia).

Escenas iniciales del Hamlet de Kamikaze Producciones | Foto Ceferino López

 La cuestión no es actualizar o no –no lo es para mí, desde luego- sino que la actualización ha de hacerse sin menoscabo de la esencia de la obra. Esencia que reside tanto en el texto, los personajes o en la acción como en lo que desde hace años se llamaría su mensaje; es decir, la situación que el autor pretende manifestar, bien sea como punto de partida y desencadenante de la acción, bien como denuncia o simple pintura más o menos costumbrista de su época.

Si por algo fue rompedor Shakespeare es precisamente por el hecho de que la acción es en su teatro como un telón de fondo sobre el que sus personajes dibujan caracteres intemporales, que protagonizan esa denuncia de actitudes en la sociedad de su época. Hamlet denunciaba (en esta versión no recuerdo haberlo oído) la podredumbre de una corte. Esta denuncia engloba la ambición desmedida de poder, la falta de ética en sus relaciones personales y la carencia de cualquier clase de escrúpulos en sus alianzas políticas y bélicas.

Ésta es la situación de inicio y –podríamos decir- el desencadenante de la denuncia shakespeariana. Echo de menos en la versión de Del Arco una actualización a la España de hoy, a la Europa de hoy al mundo globalizado de hoy. Que bien podría estar relacionada con la corrupción política, con el dominio de las grandes corporaciones sobre gobiernos elegidos por sus conciudadanos y con los retiros dorados de los miembros de estos gobiernos en altos cargos de aquellas corporaciones.

¿No hay cientos, si no miles, de personajes y personajillos acomodaticios y trepadores en nuestra sociedad que hoy pululan, trepan y triunfan en el aparato de partidos y organizaciones sociales y económicas, y que bien podrían haberse reflejado en una verdadera actualización de Hamlet localizada en nuestro país? ¿Nadie ve el paralelismo? ¿No se pierde así una parte esencial del drama de Shakespeare?

Decir o no decir; esto es el verso
Tiene el teatro en verso la especial dificultad de fundir poesía y drama. Una especie de alquimia que los grandes actores logran con ese “saber decir el verso”. El uso sabio y equilibrado de la prosodia con el resultado de una dicción que no es declamación –el ritmo excesivamente marcado y la división del texto en versos y estrofas resta verosimilitud teatral- pero que tampoco pasa por reducirlo a mera prosa por mucho que ésta sea una correcta traducción del original en verso.

Y es precisamente ésta la sensación que se tiene a lo largo de casi toda la representación. Algo que, pese a todo, se puede admitir si se parte de la idea que Del Arco expone en el programa de mano cuando define Hamlet como “Un poema ilimitado habitado por un personaje ilimitado sobre un escenario que es puro espacio mental”.

Israel Elejalde | Foto Ceferino López

O puro espacio teatral. El diseñado por Eduardo Montero supone una buena economía de medios y una notable transversalidad de significados. Sus dos elementos principales son unas cortinas circulares semitransparentes y el artefacto central que rodean, un mueble de usos tan múltiples como sus posibles significados simbólicos. Tálamo, torre, trono, tumba y túmulo (en orden alfabético y casi cronológico por orden de utilización en escena).

Las cortinas, aparte de dividir convenientemente el espacio escénico, sirven de pantalla a la proyección de una serie de vídeos en blanco y negro que subrayan visualmente la acción. Con la curiosa excepción inicial de la proyección de una vista fija de la Plaza de España, de Madrid, que no se sabe qué pinta allí. Como no sea, claro está, localizar la firma de la versión, lo que un “Hazla pasar” de Gertrudis previo a la escena de la locura rubricaría de forma harto contundente.

El Hamlet de Miguel del Arco incluye una primera escena con el protagonista viviendo –o despertando de- un sueño como un flashback; o como esa sucesión de escenas de la propia vida que, según dicen los que no han muerto, se puede ver en el momento del propio óbito. A partir de ahí, la versión transita por tantas contradicciones como su protagonista.

Porque cualquier enfoque puede ser suficientemente aclarador o suficiente confuso cuando se pasa por el filtro adecuado, que en este caso habrá de ser el de la mente de Hamlet. El príncipe que nunca reinará en Dinamarca porque ya es, a la vez y al tiempo, el rey de la duda y de la decisión; de la locura y de la sensatez; de la confusión y de la clarividencia. Huérfano vengador o hijo edípico; de la ternura y de la rudeza; amante o maltratador psicológico.

Israel Elejalde y Ángela Cremonte | Foto Ceferino López 
Hamlet es quizás el rol más difícil, por contradictorio, a la hora de elegir un protagonista. Es un personaje joven que necesita de un actor maduro: nadie de menos de cuarenta o cincuenta años puede haber vivido las mieles y las hieles por las que hay que pasar para profundizar en él. El trabajo de Israel Elejalde recorre por todos los diferentes estados de ánimo –o las situaciones psicorrelacionales, perdón por el palabro– del príncipe de Dinamarca y su interpretación está llena de matices e intensidad dramática.

El apresuramiento en la dicción, probablemente por concepto del personaje en la dirección escénica, hace que se pierdan algunos pasajes de su papel. Y la intensidad sonora pasa por momentos bien matizados junto a otros cercanos al grito o, como en el monólogo tras su escena con el actor, algo bitonal, como una sucesión de dos notas largamente repetidas.

La idea de confiar a un solo actor los personajes de Claudio, de Hamlet padre y del director de la compañía de teatro que ha de actuar en el palacio es un gran hallazgo. La interpretación de Daniel Freire -un actor argentino- haciendo el papel de “Actor Argentino” es puro metateatro en la mejor tradición shakespeariana y su diálogo con Hamlet aporta un momento de fina ironía que relaja la tensión emocional del drama. Siendo notable el hecho de que no se le nota el acento hasta que interpreta este personaje, me queda la duda de si a partir de ese momento traslada su acento al personaje de Claudio, por alguna intención que se me escapa, o si al liberar su dicción natural se le hace más difícil volver a la empleada hasta ese momento.

Su actuación como el felón rey Claudio dibuja un carácter menos velado y conspirador de lo que debería ser habitual en el personaje. Es un poco como aquellas figuras recortadas en silueta, tan extendidas en el Siglo de las Luces, que son casi una caricatura por la mucha acentuación de los rasgos más notables del retratado.

La Ofelia que marca la dirección de Del Arco parece nacer de un permanente exceso de tensión como concepto. Está bien actuada por Ángela Cremonte, aunque en la escena de la cama y las siguientes su tono resulta algo afectado por momentos. Por otra parte, el enfoque y extensión de la escena de la locura la hacen aparecer más como pasada de vueltas por una intoxicación etílica o un colocón de drogas que como enajenada por un amor frustrado. Es una idea que pienso que está bastante fuera del significado del personaje y sus circunstancias.

Escena de la locura de Ofelia | Foto Ceferino López
Madre o enemiga; esa es la suya, Alteza 
La Gertrudis de Ana Wagener es quizás el personaje del reparto que más va tomando cuerpo, ganando consistencia a lo largo de la función: de la viuda alegre de un rey y (¿ra?) mera pareja sexual del hermano y asesino de su marido del inicio de la obra a la madre desesperada al verse obligada a vivir la, literalmente, fatídica muerte de su hijo. Los personajes secundarios que sobreviven a la poda de la versión están bien resueltos por Cristóbal Suárez (aunque el carácter de su Laertes es un tanto exagerado), José Luis Martínez y Jorge Kent.

De la música utilizada, podría decirse que es como bastante bifásica. Cuando sólo pretende acompañar y subrayar el texto lo hace con gran eficacia y hay momentos que roza la perfección, como en el diálogo de Hamlet con el espectro de su padre. Esa melodía de extraña raleza del piano sobre unas inquietantes notas pedal en el registro más grave -ambas muy bien resaltadas por la ecualización- emocionan hasta poner los pelos de punta. En las escenas de mayor movimiento, sin embargo, tiene un exceso de presencia, casi llegando a dejar como subsidiarios texto y actuación. Es el caso de la escena de la desaforada locura de Ofelia, antes mencionada.

Cristóbal Suárez  e Israel Elejalde | Foto Ceferino López
Un detalle final digno de los mejores escenarios. La lucha a espada entre Hamlet y Laertes, muy bien coreografiada y en una actuación bien teatralizada, fruto de un más trabajo que notable de Jesús Esperanza y Kike Inchausti, en la mejor tradición de teatro clasico.