Mostrando entradas con la etiqueta #Drama. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta #Drama. Mostrar todas las entradas

04 febrero, 2020

Regado por el silencio, abonado por las lágrimas






A Coruña, 25 de enero, Teatro Rosalía Castro. Todas las noches de un día. Texto, Texto: Alberto Conejero. Dirección, Luis Luque. Intérpretes, Carmelo Gómez y Ana Torrent. Diseño de escenografía, Mónica Boromello. Diseño de luz, Juan Gómez Cornejo Música, Luis Miguel Cobo. Vestuario, Almudena Rodríguez Huertas. Fotografía y diseño cartel, Sergio Parra. Ayudante de dirección, Álvaro Lizarrondo. Producción,  Pentación Espectáculos



Una casa modernista y su invernadero, rodeados de urbanizaciones que lo han encapsulado como un organismo vivo se protege de un quiste, una excrecencia de otro tiempo, de otra vida. Solo los habita Samuel, un solitario jardinero en continuo y silencioso diálogo: consigo mismo; con el pasado; con sus plantas; con la tierra de las macetas y la del propio invernadero, esa que pisa firmemente, con el amor que solo puede tener a la tierra quien, como él, conoce sus ritmos, sus frutos. Sus secretos.

La función comienza cuando, tras la llamada de alguien en principio desconocido, la policía llega a la casa para intentar aclarar la desaparición de su propietaria, Silvia, sucedida hace años. El policía al mando de la investigación -un personaje elidido en el texto, todo un hallazgo dramático de Conejero- interroga a Samuel. Las respuestas de este traen a escena al personaje de Silvia y su declaración se dramatiza en diálogos con ella a través de  los distintos tiempos, tempos y temperaturas de su relación vivida en un pasado tan lejano como presente; tan determinante como indeterminado.



La mismidad de Samuel -dice Conejero que “somos aquello que recordamos”- va desfilando ante el espectador en forma de recuerdos, esa extraña química del cerebro siempre modificada por el corazón. Desde su creación a su evocación, la memoria trabaja en función de las emociones y a Conejero le interesa “el hecho de cómo el recuerdo puede inventarse y también protestar para tomar la voz”. 

Por eso la Silvia que conocemos en Todas las noches de un día es la “creada” por las emociones de Samuel, desde las primeras sentidas por el inicial joven tosco a las más queridas por el hombre enamorado y las sufridas en el interrogatorio al que la policía le somete in situ en lo que él cree su castillo. A través de la función vamos conociendo los mundos separados de Silvia y Samuel y su mundo  común. “Ese invernadero y todo el mundo vegetal que contiene” que, en palabras del autor, “simboliza el silencio, la dedicación, la espera y la belleza de lo supuestamente inútil pero también una hermosa jaula”.



Los diálogos de Samuel con Silvia –recuerdos del jardinero a través del interrogatorio del policía- van desvelando el carácter y el devenir de la protagonista. A lo largo de la representación asistimos al despliegue de un ejercicio actoral que pocos profesionales pueden realizar con la solvencia de Ana Torrent y Carmelo Gómez. El carácter expansivo y algo ciclotímico de Silvia y la reservada tosquedad de Samuel tienen elementos dramáticos que parecen iluminados con reflejos de Tennesee Williams. Pero también infiltrados de poesía, en un diálogo salpicado de símbolos que llegan hasta la raíz misma de cada personaje. Salvo una cierta falta de claridad y proyección en la voz de Torrent en la representación del día 25 –quizás debida a una ligera afección de su garganta-, que no llega a empañar su gran actuación, el desempeño de ambos se puede calificar realmente de sobresaliente.

La dirección de Luis Luque potencia el enfoque poético del texto, que el director escénico califica como “una puerta al sortilegio”. Si bien el personaje de Silvia puede parecer que cae en un exceso de irritabilidad en la explicación que da de su vida, este enfoque ayuda de algún modo a ponerse en su lugar, a sentir su dolor. Por su parte, el crecimiento de la tensión de Samuel en la defensa numantina que hace de sus secretos nos permite profundizar hasta su  raíz. La de un personaje que traslada su mundo al llegar a la casa; y su vida misma al conocer a Silvia.



La escenografía de Boromello, de gran sencillez y practicidad, envuelve la acción en un marco tan efectivo como poéticamente misterioso junto a la iluminación de Gómez-Cornejo. Ambas resaltan el valor del invernadero como lugar y símbolo, que desde la claridad del primer encuentro  entre Samuel y Silvia se va oscureciendo al mismo ritmo en el que sus cristales van siendo tomados por la pátina del tiempo y del dolor, quizás para acabar siendo confesionario y altar; aquellos en los que Silvia busca de manos de Samuel el perdón y la redención. El vestuario de Rodríguez Huertas, en su parquedad –dos vestidos de fiesta de Torrent y pantalón, delantal y camisa a cuadros para Gómez-, desnuda el drama hasta dejarlo revestido únicamente de su esencia poética.

Las palabras del gran monólogo de Silvia son el perfecto resumen de una función redonda de principio a fin: “A veces, cuando sopla el aire, las púas arrancan jirones y quedan allí, arriba, sangrando: rotos de los meses, de las estaciones, de los cumpleaños, de los días en los que la luz brillaba. ¿Por qué esperar, Samuel? Quiero hundir las manos y llenar mis heridas de la tierra limpia. Sola, de pie, con el vientre lleno de raíces y los ojos abiertos a las constelaciones. ¿Por qué hay siempre que esperar? ¿Por qué una mujer no puede decidir cuándo irse?”.

En la decisión de ella y su acatamiento por él comienza todo y todo acaba, en un jardín de amor regado por el silencio y abonado por las lágrimas.

03 marzo, 2017

¿Soñé por un momento?





Teatro Rosalía Castro, 24 de septiembre de 2016. La respiración. Autor y dirección, Alfredo Sanzol. Reparto: Pau Durá, Íñigo; Verónica Forqué, Maite; Nuria Mencía, Nagore; Pietro Olivera, Andoni; Martiño Rivas, Mikel; Camila Viyuela, Leire. Música, Fernando Velázquez; Escenografía y vestuario, Alejandro Andújar; Diseño iluminación, Pedro Yagüe. Construcción decorados, May Servicios, María Calderón.

Crónica borrada por error y republicada fuera de su fecha

La respiración es una de esas obras de las que uno sale preguntándose cosas; esa clase de teatro que con un tono y construcción de comedia presenta un drama personal de hondo calado. Algo así como un estanque rodeado de flores y alegres esculturas, en el que el agua translúcida permite entrever los desconchones que el paso del tiempo ha dejado en su fondo. La obra, que habla del amor y las relaciones humanas, es una crónica sobre la soledad: la que sufrió el autor, Alfredo Sanzol, por la separación de quien había sido su pareja quince años; la que en el texto vive Nagore, el personaje femenino protagonista.

Dice Sanzol que La respiración  es una obra terapéutica, escrita “para que me cure a mí y también al público” porque “el humor tiene una finalidad curativa; al poner en el escenario nuestras propias contradicciones y paradojas, hace que tomemos distancia sobre ellas, lo que nos ayuda a verlas mejor y a aceptarlas”.


Nuria Mencía

Nagore presenta su drama personal e íntimo al inicio de la función en un soberbio monólogo lleno de duras verdades y preciosas expresiones que nos hacen sentir una profunda empatía con el personaje (¿con el autor?). Con frases como “el hueco que dejan los pequeños ruidos”, que expresan de forma tan profunda como poética el dolor que se siente con la soledad impuesta. La que ella siente, por ejemplo, en su deambular nocturno por una casa vacía de sentido para ella.

La presencia y consejos de la madre, Maite, desencadenan toda la acción posterior y las situaciones humorísticas que Sanzol extiende como un bálsamo sobre los sentimientos de Nagore y su impacto en el espectador. Las clases de yoga; las relaciones cruzadas (cruzadísimas) de los seis personajes que se van descubriendo a lo largo de la representación materializan –o sólo simbolizan- ante el público el cambio de aires con el que Maite pretende que Nagore deje atrás su vida pasada y supere su dolor.

De izquierda a derecha: Pietro Olivera, Pau Durá,
Verónica Forqué y Martiño Rivas

La descabellada acción y el tono un tanto vodevilesco tejen un sutil velo entre escenario y platea, sobre el que nacerá la visión de la obra de cada espectador. Desde quienes simplemente hayan pasado un buen rato riéndose con las aventuras de Nagore y compañia hasta quienes hayan sentido sus desventuras como un reflejo de su vida. Desde quien se identifique con alguno o algunos de los personajes hasta quien después de salir del teatro haya seguido preguntándose cosas. Algo parecido a la sensación de permanencia de aromas y sabores que dejan los buenos vinos y que invita a catar más de esa bodega.

Alfredo Sanzol, presenta La respiración como “un regalo” para cuantos de alguna manera se hayan visto tocados por el amor. ¿Y quién no lo ha sido en algún momento de su vida de forma positiva o negativa? ¿Quién no se ha sentido, como él mismo dice, con “el pabellón de la autoestima en lo más alto gracias al amor” o “en lo más bajo gracias al amor”? No, desde luego, “todos los que piensan y sienten que, a pesar de lo que hagas con el pabellón de tu autoestima, cuando te enamoras te la juegas”.

Nuria Mencía

Quizás sólo “los que hayan conseguido que el pabellón de su autoestima no dependa de nadie”. Aquéllos cuya respiración –metáfora que actúa como hilo conductor de la obra- sólo depende de su esfuerzo físico; quizás porque han llevado sus relaciones personales por caminos diferentes a los del sentimiento y la empatía.

Gran actuación la de Nuria Mencía, encarnando a la Nagore llena de angustia y dolor, una mujer perpetuamente descolocada en su nueva vida pero que es capaz  de ilusionarse progresivamente con la vivencia o fantasía con que se encuentra al seguir el consejo materno. También a la que sufre el duro aterrizaje en la la realidad cuando todo vuelve a ella o deshace la fantasía.

Arriba, Verónica Forqué;
abajo, Nuria Mencía
Verónica Forqué acaba de llegar al reparto. Su actuación deja un cierto regusto a “locamadre” sobre el que, sin embargo, no puedo evitar ver la su forma de hacer como actriz por encima de “la chicha” y el espíritu del personaje. Excelente Camila Viyuela como la Leire llena de juventud e ilusión en su relación con Mikel... y una cierta doblez –mejor dicho, una doblez cierta- en las que mantiene con los demás.

Pau Durá hace un Íñigo muy creíble. Es soberbio el monólogo con el que describe el descubrimiento de su expareja, en el que transita por un variado espectro expresivo desde el pasmo a la indiferencia y desde la incredulidad al desgarro. Bien representado el Andoni de Pietro Olivera, de la serenidad zen al descaro autojustificador, y prometedor Martiño Rivas como “gym-man” chulete y descarado; algo menos creíble en sus diálogos con Leire.

Martiño Rivas y Camila Viyuela

“Aaire, soñé por un momento que era aaire...”
Dice Sanzol, que cuando la hija de Nagore está con el padre, Maite introduce a esta “en una fantasía, una historia de amor con varios hombres». Al final, el espectador puede preguntarse si ella puede cantar el estribillo de la vieja canción de Mecano. Si los personajes han vivido de verdad todo todo el episodio que ha visto sobre el escenario. O si todo ha sido simplemente imaginado por Nagore - ella misma lo llama fantasía al final de la obra sin que quede claro el sentido de la palabra-, entre la primera escena con Maite y la llamada final del compañero de instituto. Que, por cierto, se llama Alfredo (¿casualmente?), como el autor. O qué parte de la trama habrá sido vivida por éste o sólo producto de su imaginación o de los talleres de improvisación con los actores de que salió parte del texto. O cómo preferiría cada espectador haber vivido, llegado el caso, una situación de desamor.

Mucha “O” como conjunción (disyuntiva, por cierto, no copulativa). Ahora el trabajo es para cada espectador que quiera asumir la obra en la medida de sus posibilidades o exigencias. Muchos aún seguimos pensando.


Aire...



08 noviembre, 2016

Actualizar o no actualizar, ésa (no) es la cuestión








Teatro Rosalía Castro, 5 de noviembre. Hamlet, de William Shakespeare. Dirección y versión, Miguel del Arco. Reparto: Israel Elejalde, Hamlet; Ángela Cremonte, Ofelia; Cristóbal Suárez, Laertes / Rosencrantz / Fortimbrás; José Luis Martínez, Polonio / Enterrador / Osric; Daniel Freire, Claudio; Jorge Kent, Horacio / Guildenstern / Reinaldo / Enterrador; Ana Wagner, Gertrudis. Escenografía, Eduardo Moreno. Iluminación, Juanjo Lloréns. Sonido, Sandra Vicente (Studio 340). Vídeo, Juan Rodón. Vestuario, Ana López. Maestro de Esgrima, Jesús Esperanza. Lucha escénica, Kike Inchausti. Coproducción de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y Kamikaze Producciones.

Todo aficionado al teatro tiene el recuerdo idealizado de “su” Hamlet y el del protagonizado por José Pedro Carrión en el teatro Rosalía Castro (1990), antes de la restauración de éste, aún pervive en la memoria de muchos aficionados de A Coruña. La actualización de obras clásicas se hace necesaria, o al menos conveniente, para una mejor comprensión por parte del público de cada momento. Quizás, porque lo peor para un texto clásico son las versiones de cartón piedra (sobre todo mental, con un enfoque excesivamente rígido en aras de una pretendida ortodoxia).

Escenas iniciales del Hamlet de Kamikaze Producciones | Foto Ceferino López

 La cuestión no es actualizar o no –no lo es para mí, desde luego- sino que la actualización ha de hacerse sin menoscabo de la esencia de la obra. Esencia que reside tanto en el texto, los personajes o en la acción como en lo que desde hace años se llamaría su mensaje; es decir, la situación que el autor pretende manifestar, bien sea como punto de partida y desencadenante de la acción, bien como denuncia o simple pintura más o menos costumbrista de su época.

Si por algo fue rompedor Shakespeare es precisamente por el hecho de que la acción es en su teatro como un telón de fondo sobre el que sus personajes dibujan caracteres intemporales, que protagonizan esa denuncia de actitudes en la sociedad de su época. Hamlet denunciaba (en esta versión no recuerdo haberlo oído) la podredumbre de una corte. Esta denuncia engloba la ambición desmedida de poder, la falta de ética en sus relaciones personales y la carencia de cualquier clase de escrúpulos en sus alianzas políticas y bélicas.

Ésta es la situación de inicio y –podríamos decir- el desencadenante de la denuncia shakespeariana. Echo de menos en la versión de Del Arco una actualización a la España de hoy, a la Europa de hoy al mundo globalizado de hoy. Que bien podría estar relacionada con la corrupción política, con el dominio de las grandes corporaciones sobre gobiernos elegidos por sus conciudadanos y con los retiros dorados de los miembros de estos gobiernos en altos cargos de aquellas corporaciones.

¿No hay cientos, si no miles, de personajes y personajillos acomodaticios y trepadores en nuestra sociedad que hoy pululan, trepan y triunfan en el aparato de partidos y organizaciones sociales y económicas, y que bien podrían haberse reflejado en una verdadera actualización de Hamlet localizada en nuestro país? ¿Nadie ve el paralelismo? ¿No se pierde así una parte esencial del drama de Shakespeare?

Decir o no decir; esto es el verso
Tiene el teatro en verso la especial dificultad de fundir poesía y drama. Una especie de alquimia que los grandes actores logran con ese “saber decir el verso”. El uso sabio y equilibrado de la prosodia con el resultado de una dicción que no es declamación –el ritmo excesivamente marcado y la división del texto en versos y estrofas resta verosimilitud teatral- pero que tampoco pasa por reducirlo a mera prosa por mucho que ésta sea una correcta traducción del original en verso.

Y es precisamente ésta la sensación que se tiene a lo largo de casi toda la representación. Algo que, pese a todo, se puede admitir si se parte de la idea que Del Arco expone en el programa de mano cuando define Hamlet como “Un poema ilimitado habitado por un personaje ilimitado sobre un escenario que es puro espacio mental”.

Israel Elejalde | Foto Ceferino López

O puro espacio teatral. El diseñado por Eduardo Montero supone una buena economía de medios y una notable transversalidad de significados. Sus dos elementos principales son unas cortinas circulares semitransparentes y el artefacto central que rodean, un mueble de usos tan múltiples como sus posibles significados simbólicos. Tálamo, torre, trono, tumba y túmulo (en orden alfabético y casi cronológico por orden de utilización en escena).

Las cortinas, aparte de dividir convenientemente el espacio escénico, sirven de pantalla a la proyección de una serie de vídeos en blanco y negro que subrayan visualmente la acción. Con la curiosa excepción inicial de la proyección de una vista fija de la Plaza de España, de Madrid, que no se sabe qué pinta allí. Como no sea, claro está, localizar la firma de la versión, lo que un “Hazla pasar” de Gertrudis previo a la escena de la locura rubricaría de forma harto contundente.

El Hamlet de Miguel del Arco incluye una primera escena con el protagonista viviendo –o despertando de- un sueño como un flashback; o como esa sucesión de escenas de la propia vida que, según dicen los que no han muerto, se puede ver en el momento del propio óbito. A partir de ahí, la versión transita por tantas contradicciones como su protagonista.

Porque cualquier enfoque puede ser suficientemente aclarador o suficiente confuso cuando se pasa por el filtro adecuado, que en este caso habrá de ser el de la mente de Hamlet. El príncipe que nunca reinará en Dinamarca porque ya es, a la vez y al tiempo, el rey de la duda y de la decisión; de la locura y de la sensatez; de la confusión y de la clarividencia. Huérfano vengador o hijo edípico; de la ternura y de la rudeza; amante o maltratador psicológico.

Israel Elejalde y Ángela Cremonte | Foto Ceferino López 
Hamlet es quizás el rol más difícil, por contradictorio, a la hora de elegir un protagonista. Es un personaje joven que necesita de un actor maduro: nadie de menos de cuarenta o cincuenta años puede haber vivido las mieles y las hieles por las que hay que pasar para profundizar en él. El trabajo de Israel Elejalde recorre por todos los diferentes estados de ánimo –o las situaciones psicorrelacionales, perdón por el palabro– del príncipe de Dinamarca y su interpretación está llena de matices e intensidad dramática.

El apresuramiento en la dicción, probablemente por concepto del personaje en la dirección escénica, hace que se pierdan algunos pasajes de su papel. Y la intensidad sonora pasa por momentos bien matizados junto a otros cercanos al grito o, como en el monólogo tras su escena con el actor, algo bitonal, como una sucesión de dos notas largamente repetidas.

La idea de confiar a un solo actor los personajes de Claudio, de Hamlet padre y del director de la compañía de teatro que ha de actuar en el palacio es un gran hallazgo. La interpretación de Daniel Freire -un actor argentino- haciendo el papel de “Actor Argentino” es puro metateatro en la mejor tradición shakespeariana y su diálogo con Hamlet aporta un momento de fina ironía que relaja la tensión emocional del drama. Siendo notable el hecho de que no se le nota el acento hasta que interpreta este personaje, me queda la duda de si a partir de ese momento traslada su acento al personaje de Claudio, por alguna intención que se me escapa, o si al liberar su dicción natural se le hace más difícil volver a la empleada hasta ese momento.

Su actuación como el felón rey Claudio dibuja un carácter menos velado y conspirador de lo que debería ser habitual en el personaje. Es un poco como aquellas figuras recortadas en silueta, tan extendidas en el Siglo de las Luces, que son casi una caricatura por la mucha acentuación de los rasgos más notables del retratado.

La Ofelia que marca la dirección de Del Arco parece nacer de un permanente exceso de tensión como concepto. Está bien actuada por Ángela Cremonte, aunque en la escena de la cama y las siguientes su tono resulta algo afectado por momentos. Por otra parte, el enfoque y extensión de la escena de la locura la hacen aparecer más como pasada de vueltas por una intoxicación etílica o un colocón de drogas que como enajenada por un amor frustrado. Es una idea que pienso que está bastante fuera del significado del personaje y sus circunstancias.

Escena de la locura de Ofelia | Foto Ceferino López
Madre o enemiga; esa es la suya, Alteza 
La Gertrudis de Ana Wagener es quizás el personaje del reparto que más va tomando cuerpo, ganando consistencia a lo largo de la función: de la viuda alegre de un rey y (¿ra?) mera pareja sexual del hermano y asesino de su marido del inicio de la obra a la madre desesperada al verse obligada a vivir la, literalmente, fatídica muerte de su hijo. Los personajes secundarios que sobreviven a la poda de la versión están bien resueltos por Cristóbal Suárez (aunque el carácter de su Laertes es un tanto exagerado), José Luis Martínez y Jorge Kent.

De la música utilizada, podría decirse que es como bastante bifásica. Cuando sólo pretende acompañar y subrayar el texto lo hace con gran eficacia y hay momentos que roza la perfección, como en el diálogo de Hamlet con el espectro de su padre. Esa melodía de extraña raleza del piano sobre unas inquietantes notas pedal en el registro más grave -ambas muy bien resaltadas por la ecualización- emocionan hasta poner los pelos de punta. En las escenas de mayor movimiento, sin embargo, tiene un exceso de presencia, casi llegando a dejar como subsidiarios texto y actuación. Es el caso de la escena de la desaforada locura de Ofelia, antes mencionada.

Cristóbal Suárez  e Israel Elejalde | Foto Ceferino López
Un detalle final digno de los mejores escenarios. La lucha a espada entre Hamlet y Laertes, muy bien coreografiada y en una actuación bien teatralizada, fruto de un más trabajo que notable de Jesús Esperanza y Kike Inchausti, en la mejor tradición de teatro clasico.