Teatro Rosalía Castro, 5 de noviembre.
Hamlet, de William Shakespeare. Dirección y versión, Miguel del Arco. Reparto: Israel
Elejalde, Hamlet; Ángela Cremonte, Ofelia; Cristóbal Suárez, Laertes /
Rosencrantz / Fortimbrás; José Luis Martínez, Polonio / Enterrador / Osric;
Daniel Freire, Claudio; Jorge Kent, Horacio / Guildenstern / Reinaldo /
Enterrador; Ana Wagner, Gertrudis. Escenografía, Eduardo Moreno. Iluminación,
Juanjo Lloréns. Sonido, Sandra Vicente (Studio 340). Vídeo, Juan Rodón.
Vestuario, Ana López. Maestro de Esgrima, Jesús Esperanza. Lucha escénica, Kike
Inchausti. Coproducción de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y Kamikaze
Producciones.
Todo aficionado al teatro tiene el recuerdo idealizado de “su” Hamlet y el del protagonizado por José
Pedro Carrión en el teatro Rosalía Castro (1990), antes de la restauración de
éste, aún pervive en la memoria de muchos aficionados de A Coruña. La
actualización de obras clásicas se hace necesaria, o al menos conveniente, para
una mejor comprensión por parte del público de cada momento. Quizás, porque lo
peor para un texto clásico son las versiones de cartón piedra (sobre todo mental,
con un enfoque excesivamente rígido en aras de una pretendida ortodoxia).
Escenas iniciales del Hamlet de Kamikaze Producciones | Foto Ceferino López |
La cuestión no es actualizar o no –no lo es para mí, desde luego- sino
que la actualización ha de hacerse sin menoscabo de la esencia de la obra.
Esencia que reside tanto en el texto, los personajes o en la acción como en lo
que desde hace años se llamaría su mensaje; es decir, la situación que el autor
pretende manifestar, bien sea como punto de partida y desencadenante de la
acción, bien como denuncia o simple pintura más o menos costumbrista de su
época.
Si por algo fue rompedor Shakespeare es precisamente por el hecho de que la
acción es en su teatro como un telón de fondo sobre el que sus personajes
dibujan caracteres intemporales, que protagonizan esa denuncia de actitudes en
la sociedad de su época. Hamlet
denunciaba (en esta versión no recuerdo haberlo oído) la podredumbre de una
corte. Esta denuncia engloba la ambición desmedida de poder, la falta de ética
en sus relaciones personales y la carencia de cualquier clase de escrúpulos en
sus alianzas políticas y bélicas.
Ésta es la situación de inicio y –podríamos decir- el desencadenante de
la denuncia shakespeariana. Echo de menos en la versión de Del Arco una
actualización a la España de hoy, a la Europa de hoy al mundo globalizado de
hoy. Que bien podría estar relacionada con la corrupción política, con el
dominio de las grandes corporaciones sobre gobiernos elegidos por sus
conciudadanos y con los retiros dorados de los miembros de estos gobiernos en altos
cargos de aquellas corporaciones.
¿No hay cientos, si no miles, de personajes y personajillos acomodaticios
y trepadores en nuestra sociedad que hoy pululan, trepan y triunfan en el
aparato de partidos y organizaciones sociales y económicas, y que bien podrían
haberse reflejado en una verdadera actualización de Hamlet localizada en
nuestro país? ¿Nadie ve el paralelismo? ¿No se pierde así una parte esencial
del drama de Shakespeare?
Decir o no decir;
esto es el verso
Tiene el teatro en verso la especial dificultad de fundir poesía y drama.
Una especie de alquimia que los grandes actores logran con ese “saber decir el
verso”. El uso sabio y equilibrado de la prosodia con el resultado de una
dicción que no es declamación –el ritmo excesivamente marcado y la división del
texto en versos y estrofas resta verosimilitud teatral- pero que tampoco pasa
por reducirlo a mera prosa por mucho que ésta sea una correcta traducción del
original en verso.
Y es precisamente ésta la sensación que se tiene a lo largo de casi toda
la representación. Algo que, pese a todo, se puede admitir si se parte de la
idea que Del Arco expone en el programa de mano cuando define Hamlet como “Un poema ilimitado habitado
por un personaje ilimitado sobre un escenario que es puro espacio mental”.
Israel Elejalde | Foto Ceferino López |
O puro espacio teatral. El diseñado por Eduardo Montero supone una buena
economía de medios y una notable transversalidad de significados. Sus dos
elementos principales son unas cortinas circulares semitransparentes y el
artefacto central que rodean, un mueble de usos tan múltiples como sus posibles
significados simbólicos. Tálamo, torre, trono, tumba y túmulo (en orden
alfabético y casi cronológico por orden de utilización en escena).
Las cortinas, aparte de dividir convenientemente el espacio escénico,
sirven de pantalla a la proyección de una serie de vídeos en blanco y negro que
subrayan visualmente la acción. Con la curiosa excepción inicial de la
proyección de una vista fija de la Plaza de España, de Madrid, que no se sabe
qué pinta allí. Como no sea, claro está, localizar la firma de la versión, lo
que un “Hazla pasar” de Gertrudis previo a la escena de la locura rubricaría de
forma harto contundente.
El Hamlet de Miguel del Arco
incluye una primera escena con el protagonista viviendo –o despertando de- un
sueño como un flashback; o como esa
sucesión de escenas de la propia vida que, según dicen los que no han muerto,
se puede ver en el momento del propio óbito. A partir de ahí, la versión
transita por tantas contradicciones como su protagonista.
Porque cualquier enfoque puede ser suficientemente aclarador o suficiente
confuso cuando se pasa por el filtro adecuado, que en este caso habrá de ser el
de la mente de Hamlet. El príncipe que nunca reinará en Dinamarca porque ya es,
a la vez y al tiempo, el rey de la duda y de la decisión; de la locura y de la
sensatez; de la confusión y de la clarividencia. Huérfano vengador o hijo
edípico; de la ternura y de la rudeza; amante o maltratador psicológico.
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Hamlet es quizás el rol más difícil, por contradictorio, a la hora de
elegir un protagonista. Es un personaje joven que necesita de un actor maduro:
nadie de menos de cuarenta o cincuenta años puede haber vivido las mieles y las
hieles por las que hay que pasar para profundizar en él. El trabajo de Israel
Elejalde recorre por todos los diferentes estados de ánimo –o las situaciones
psicorrelacionales, perdón por el palabro– del príncipe de Dinamarca y su interpretación
está llena de matices e intensidad dramática.
El apresuramiento en la dicción, probablemente por concepto del personaje
en la dirección escénica, hace que se pierdan algunos pasajes de su papel. Y la
intensidad sonora pasa por momentos bien matizados junto a otros cercanos al
grito o, como en el monólogo tras su escena con el actor, algo bitonal, como
una sucesión de dos notas largamente repetidas.
La idea de confiar a un solo actor los personajes de Claudio, de Hamlet
padre y del director de la compañía de teatro que ha de actuar en el palacio es
un gran hallazgo. La interpretación de Daniel Freire -un actor argentino- haciendo
el papel de “Actor Argentino” es puro metateatro en la mejor tradición
shakespeariana y su diálogo con Hamlet aporta un momento de fina ironía que
relaja la tensión emocional del drama. Siendo notable el hecho de que no se le
nota el acento hasta que interpreta este personaje, me queda la duda de si a partir
de ese momento traslada su acento al personaje de Claudio, por alguna intención
que se me escapa, o si al liberar su dicción natural se le hace más difícil
volver a la empleada hasta ese momento.
Su actuación como el felón rey Claudio dibuja un carácter menos velado y conspirador
de lo que debería ser habitual en el personaje. Es un poco como aquellas
figuras recortadas en silueta, tan extendidas en el Siglo de las Luces, que son
casi una caricatura por la mucha acentuación de los rasgos más notables del
retratado.
La Ofelia que marca la dirección de Del Arco parece nacer de un
permanente exceso de tensión como concepto. Está bien actuada por Ángela
Cremonte, aunque en la escena de la cama y las siguientes su tono resulta algo
afectado por momentos. Por otra parte, el enfoque y extensión de la escena de
la locura la hacen aparecer más como pasada de vueltas por una intoxicación
etílica o un colocón de drogas que como enajenada por un amor frustrado. Es una
idea que pienso que está bastante fuera del significado del personaje y sus
circunstancias.
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Madre o enemiga;
esa es la suya, Alteza
La Gertrudis de Ana Wagener es quizás el personaje del reparto que más va
tomando cuerpo, ganando consistencia a lo largo de la función: de la viuda
alegre de un rey y (¿ra?) mera pareja sexual del hermano y asesino de su marido
del inicio de la obra a la madre desesperada al verse obligada a vivir la,
literalmente, fatídica muerte de su hijo. Los personajes secundarios que
sobreviven a la poda de la versión están bien resueltos por Cristóbal Suárez
(aunque el carácter de su Laertes es un tanto exagerado), José Luis Martínez y
Jorge Kent.
De la música utilizada, podría decirse que es como bastante bifásica. Cuando
sólo pretende acompañar y subrayar el texto lo hace con gran eficacia y hay
momentos que roza la perfección, como en el diálogo de Hamlet con el espectro
de su padre. Esa melodía de extraña raleza del piano sobre unas inquietantes
notas pedal en el registro más grave -ambas muy bien resaltadas por la
ecualización- emocionan hasta poner los pelos de punta. En las escenas de mayor
movimiento, sin embargo, tiene un exceso de presencia, casi llegando a dejar
como subsidiarios texto y actuación. Es el caso de la escena de la desaforada locura
de Ofelia, antes mencionada.
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Un detalle final digno de los mejores escenarios. La
lucha a espada entre Hamlet y Laertes, muy bien coreografiada y en una
actuación bien teatralizada, fruto de un más trabajo que notable de Jesús Esperanza y Kike Inchausti, en la mejor tradición de teatro clasico.
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