A
Coruña, 25 de enero, Teatro Rosalía Castro. Todas
las noches de un día. Texto,
Texto: Alberto Conejero. Dirección, Luis
Luque. Intérpretes, Carmelo Gómez y Ana Torrent. Diseño de
escenografía, Mónica Boromello. Diseño de luz, Juan Gómez Cornejo Música, Luis
Miguel Cobo. Vestuario, Almudena Rodríguez Huertas. Fotografía y diseño
cartel, Sergio Parra. Ayudante de dirección, Álvaro Lizarrondo. Producción,
Pentación Espectáculos
Una casa modernista y su invernadero, rodeados de urbanizaciones que lo
han encapsulado como un organismo vivo se protege de un quiste, una excrecencia
de otro tiempo, de otra vida. Solo los habita Samuel, un solitario jardinero en
continuo y silencioso diálogo: consigo mismo; con el pasado; con sus plantas; con
la tierra de las macetas y la del propio invernadero, esa que pisa firmemente,
con el amor que solo puede tener a la tierra quien, como él, conoce sus ritmos,
sus frutos. Sus secretos.
La función comienza cuando, tras la llamada de
alguien en principio desconocido, la policía llega a la casa para intentar aclarar
la desaparición de su propietaria, Silvia, sucedida hace años. El policía al
mando de la investigación -un personaje elidido en el texto, todo un hallazgo
dramático de Conejero- interroga a Samuel. Las respuestas de este traen a
escena al personaje de Silvia y su declaración se dramatiza en diálogos con
ella a través de los distintos tiempos, tempos y temperaturas de su relación
vivida en un pasado tan lejano como presente; tan determinante como
indeterminado.
La mismidad de Samuel -dice Conejero que “somos aquello que
recordamos”- va desfilando ante el espectador en forma de
recuerdos, esa extraña química del cerebro siempre modificada por el corazón. Desde
su creación a su evocación, la memoria trabaja en función de las emociones
y a Conejero le interesa “el hecho de cómo el recuerdo puede inventarse y también
protestar para tomar la voz”.
Por eso la Silvia que conocemos en Todas las noches de un día es la “creada”
por las emociones de Samuel, desde las primeras sentidas por el inicial joven tosco a
las más queridas por el hombre enamorado y las sufridas en el interrogatorio al que
la policía le somete in situ en lo
que él cree su castillo. A través de la función vamos conociendo los mundos separados de Silvia y
Samuel y su mundo común. “Ese invernadero y todo el mundo vegetal que contiene” que,
en palabras del autor, “simboliza el silencio, la dedicación, la espera y la belleza de lo
supuestamente inútil pero también una hermosa jaula”.
Los diálogos de Samuel con Silvia –recuerdos del jardinero a través del
interrogatorio del policía- van desvelando el carácter y el devenir de la
protagonista. A lo largo de la representación asistimos al despliegue de un
ejercicio actoral que pocos profesionales pueden realizar con la solvencia de
Ana Torrent y Carmelo Gómez. El carácter expansivo y algo ciclotímico de Silvia
y la reservada tosquedad de Samuel tienen elementos dramáticos que parecen iluminados
con reflejos de Tennesee Williams. Pero también infiltrados de poesía, en un
diálogo salpicado de símbolos que llegan hasta la raíz misma de cada personaje.
Salvo una cierta falta de claridad y proyección en la voz de Torrent en la
representación del día 25 –quizás debida a una ligera afección de su garganta-,
que no llega a empañar su gran actuación, el desempeño de ambos se puede
calificar realmente de sobresaliente.
La dirección de Luis Luque potencia el enfoque poético del texto, que el
director escénico califica como “una puerta al sortilegio”. Si bien el
personaje de Silvia puede parecer que cae en un exceso de irritabilidad en la
explicación que da de su vida, este enfoque ayuda de algún modo a ponerse en su
lugar, a sentir su dolor. Por su parte, el crecimiento de la tensión de Samuel
en la defensa numantina que hace de sus secretos nos permite profundizar hasta su
raíz. La de un personaje que traslada su
mundo al llegar a la casa; y su vida misma al conocer a Silvia.
La escenografía de Boromello, de gran sencillez y practicidad, envuelve
la acción en un marco tan efectivo como poéticamente misterioso junto a la
iluminación de Gómez-Cornejo. Ambas resaltan el valor del invernadero como lugar
y símbolo, que desde la claridad del primer encuentro entre Samuel y Silvia se va oscureciendo al mismo
ritmo en el que sus cristales van siendo tomados por la pátina del tiempo y del
dolor, quizás para acabar siendo confesionario y altar; aquellos en los que Silvia busca
de manos de Samuel el perdón y la redención. El vestuario de Rodríguez Huertas,
en su parquedad –dos vestidos de fiesta de Torrent y pantalón, delantal y camisa
a cuadros para Gómez-, desnuda el drama hasta dejarlo revestido únicamente de su
esencia poética.
Las palabras del gran monólogo de Silvia son el perfecto resumen de una
función redonda de principio a fin: “A veces, cuando sopla el aire, las púas
arrancan jirones y quedan allí, arriba, sangrando: rotos de los meses, de las estaciones,
de los cumpleaños, de los días en los que la luz brillaba. ¿Por qué esperar,
Samuel? Quiero hundir las manos y llenar mis heridas de la tierra limpia. Sola,
de pie, con el vientre lleno de raíces y los ojos abiertos a las
constelaciones. ¿Por qué hay siempre que esperar? ¿Por qué una mujer no puede
decidir cuándo irse?”.
En la decisión de ella y su acatamiento por él comienza todo y todo acaba,
en un jardín de amor regado por el silencio y abonado por las lágrimas.
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