26 octubre, 2022

Tres genios, tres

 




Santiago, 13 de octubre, Auditorio de Galicia; Ferrol, 14 de octubre Ferrol, Auditorio de Ferrol. Real Filharmonía de Galicia. Programa: Fazil Say, Yürüken Kösk, op. 72 b (estreno en España); Wolfgang Amadeus Mozart, Concierto para piano y orquesta nº 21, en do mayor, KV 467; Ludwig van Beethoven, Sinfonía nº 7 en la mayor, op. 92. Fazil Say, piano. Can Okan, director.


Resulta difícil calificar el trabajo de Fazil Say cuando se le escucha en un concierto como el del viernes 14 en Ferrol (el día anterior se interpretó el mismo programa en Santiago) sin recurrir a la palabra genio. Escuchar los primeros compases de Yürüyen Kösk es sentirse trasladado a otro mundo; el excepcional e inconfundible mundo sonoro de Fazil Say, un mundo multipolar con lo mejor de la música oriental y la occidental. Un crisol triangular en el que lo mejor de ambas tradiciones se funde con una estricta, sugerente y rica modernidad.

El resultado es una aleación tan noble como notable por sus componentes rítmicos, melódicos y armónicos, su riqueza tímbrica y hasta un cierto toque de humor. Esta sensación se siente especialmente si, como en este caso, el compositor turco toca al piano su propia música, como en la arriba citada Yürüyen Kösk o en Dark Earth, la propina que regaló el viernes al público de Ferrol tras el concierto de Mozart.

Yürüyen Kösk es un arreglo para piano y orquesta de cuerdas de una pieza de carácter rapsódico para quinteto de cuerdas y piano del propio Say y está estructurado en cuatro episodios. El último, con una duración similar al conjunto de los tres primeros, es una especie de corolario lógico de ellos, un desarrollo más del clima y el concepto que de los temas propiamente dichos.

En la obra está siempre el sonido personal del piano de Say, que le permite una sucesión totalmente natural de momentos de carácter entre mágico y onírico con otros de una calma serena, animada y otros aún de una fuerza interior telúrica que se traduce en un sonido lleno de poderío.

 



Así surge el contraste entre el primero y el segundo episodio: aquel, con sus personales armonías en el piano y los falsos armónicos de las cuerdas y sus cambios de intensidad; el segundo, por sus contrastes tímbricos (esos pizzicati Bartok), la fuerza dramática de los unísonos y la danza de los cantos en registro agudo de piano y orquesta sobre la resonancia del registro grave del piano por un uso prolongado del pedal.

En el tercer episodio, tras una vuelta a climas al tiempo serenos y animados, se produce una bellísima cadenza del piano en un ambiente de nocturno. Los crescendi de la orquesta desde un pianissimo a partir de la cadena y un nuevo canto del piano es respondido y doblado por la orquesta. El sonido modulado por las sordinas de esta lleva al auditorio al final del episodio con la mágica quietud de un vuelo sin motor.

La fuerza del cuarto episodio por sus melodías, su ritmo y sus cambios de tempi es como un compendio y desarrollo de los climas, cantos y, sobre todo, de los ambientes y el carácter de la obra. La Real Filharmonía, bien dirigida por Okan, hizo su parte a la gran altura requerida por la interpretación de la obra por su autor. Tras esta fuerza de la naturaleza, uno no puede dejar de decirse ¿y ahora qué va a pasar con el 21 de Mozart?

Pues pasó lo que tenía que pasar, que sonó Mozart (y muy Mozart) y sonó Say (y muy Say).

 



 Dos genios en sinergia

Me explico. La introducción del concierto de Mozart fue conducida por Okan con lo que podríamos llamar “normalidad mozartiana” y un exquisito equilibrio entre cuerdas y maderas y destellos de trompeta sobre el fondo noble de las trompas. Propició así que la entrada del piano de Say surgiera como el agua de un manantial; con toda la transparencia y brillo natural que requiere la obra.

A partir de ahí Mozart y Say, Say y Mozart: dos genios en sinergia. La mano izquierda de Say, de solidez berroqueña pero con la tersa brillantez de un granito perfectamente pulido, se prolonga en la filigrana como de encaje de Camariñas de la mano derecha; puro Mozart, con toda su delicadeza pero también con toda su fuerza. Sinergia de compositor con intérprete.

Hasta la cadenza, que, naturalmente, ha escrito el propio Say -que para algo es uno compositor; y muy bueno, añado yo-. Y es en esta cadenza, como también en la del Rondo final, donde surge la sinergia entre compositores; y es en ellas donde uno llega a comprender la grandeza de un Mozart, que perdura 230 años largos después de su muerte y la de un Say que rompe moldes y convenciones con una personalidad arrolladora, pero es fiel al espíritu de la partitura.

El Andante central tuvo toda la luminosidad inherente a esta obra maestra de Mozart -y para cuando lo estrenó en Viena ya iban unas cuantas- y fiel al sentimiento que la inspira. La vivacidad del Rondo final estuvo llena de gracia mozartiana y los fuertes aplausos y gritos de bravo de los filarmónicos ferrolanos tuvieron la recompensa de una propina.



Y cuando algunos esperábamos que tocara su versión jazzística sobre la llamada Marcha turca de Mozart  -el tercer movimiento, Rondó alla turca, de su Sonata para piano nº11-, Say volvió a sorprender. Un sencillo motivo de tres notas -sol, la, si en registro medio y grave, con prolongación de este con el pedal- surgió de la caja del piano, lento y poderoso como la lava del cráter de un volcán hawaiano.

Luego, un segundo motivo, este de cuatro notas -re, do sostenido, re, si- y reduciendo el brillo del timbre natural de las cuerdas directamente con la mano izquierda. Una reproducción del timbre del “saz” o “baglama”, una especie de laúd de uso habitual en Turquía, Oriente Medio y los Balcanes que ya empleó -y creo que con un motivo melódico similar, si no igual- en su Sonata para piano y violín op. 7, de 1997.

Sobre estos dos motivos construye el inicio de la obra, con muy interesantes variaciones y añadidos de carácter improvisatorio que desembocan en una amplia sección central. En ella, toda la oscuridad se enfrenta a una luz solar y un brillo como de estrellas con los que Say muestra su cara más jazzística para desembocar en una breve variación final de los temas iniciales en “zona de luz”. Finaliza con los dos motivos tocados con el sonido del “saz” y la profunda oscuridad de las tres notas iniciales.

 



Say tiene una gesticulación y movimientos muy peculiares -entre otros, su forma de “dirigir” con la mano izquierda lo que hace con la derecha-. Esto puede no ser del agrado de algunos -incluso de bastantes- aficionados, especialmente de aquellos más cerrados a cuanto se salga de los cánones establecidos por la ortodoxia. O, por mejor decir, de quienes de alguna manera se sienten minorías elitistas protegidas por la rigidez ritual del concierto. Pero su calidad como pianista y compositor vuela muy por encima de sus propios gestos y, no digamos, del envaramiento de quienes lo critican por ello. Por mí y por otros muchos -una mayoría, creo-, que vuelva; lo antes posible y, si puede ser, acompañado por algún director de gran fuste.

Para la segunda parte la Real Filharmonía había programado la Séptima de Beethoven: una elección de seguridad más que una apuesta segura. La versión de Okan tuvo notables altibajos a lo largo de los cuatro movimientos. La introducción gozó de un clima adecuadamente sereno en el que destacó la flauta de Laurent Blaiteau, una idónea gradación dinámica y una buena transición al Vivace. A lo largo de este, Okan mostró una buena atención al detalle y destacaron la precisión y color del timbal de José Vicente Faus y los solos: el de oboe de Christina Dominick; nuevamente la flauta de Blaiteau y el clarinete - de Beatriz López.




El Allegretto arrancó con un tempo, digamos, algo más reposado del idóneo (unas 66/68 negras por minuto, cronómetro en mano, frente a las 78 que marca mi vieja partitura y las 76 de las nuevas ediciones críticas). He de añadir que, voluntariamente o no, el tempo se le fue cayendo a lo largo del movimiento. En positivo, la buena disposición de planos sonoros que permitieron escuchar muy bien el canto de cada sección.

El Presto -que en esta sinfonía hace las funciones del scherzo con que Beethoven sustituyó el viejo minueto- recuperó el vigor adecuado y el Trio (assai meno presto) tuvo una buena ligereza en las trompas, pero algo despojado de esa sutil grandeza que lo caracteriza y con escasa tensión en los violines.

En cuanto al Allegro con brio final, quedó como impregnarlo del atropello con el que sonaron los cinco acordes finales del Presto. Un tempo mal controlado y un exceso dinámico general descolocaron planos y líneas, en una especie de calima sonora en la que nada se pudo distinguir bien. Lo dicho: bienvenido siempre Fazil Say.

Ah, y que, como siempre, Beethoven puede con todo.


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario