Santiago, 13 de octubre, Auditorio de Galicia; Ferrol, 14 de octubre Ferrol, Auditorio de Ferrol. Real Filharmonía de Galicia. Programa: Fazil Say, Yürüken Kösk, op. 72 b (estreno en España); Wolfgang Amadeus Mozart, Concierto para piano y orquesta nº 21, en do mayor, KV 467; Ludwig van Beethoven, Sinfonía nº 7 en la mayor, op. 92. Fazil Say, piano. Can Okan, director.
Resulta difícil calificar el trabajo de Fazil Say cuando se le escucha en un concierto como el del viernes 14 en Ferrol (el día anterior se interpretó el mismo programa en Santiago) sin recurrir a la palabra genio. Escuchar los primeros compases de Yürüyen Kösk es sentirse trasladado a otro mundo; el excepcional e inconfundible mundo sonoro de Fazil Say, un mundo multipolar con lo mejor de la música oriental y la occidental. Un crisol triangular en el que lo mejor de ambas tradiciones se funde con una estricta, sugerente y rica modernidad.
El resultado es una
aleación tan noble como notable por sus componentes rítmicos, melódicos y armónicos, su riqueza
tímbrica y hasta un cierto toque de humor. Esta sensación se siente especialmente
si, como en este caso, el compositor turco toca al piano su propia música, como
en la arriba citada Yürüyen Kösk o en Dark Earth, la propina que
regaló el viernes al público de Ferrol tras el concierto de Mozart.
Yürüyen Kösk es un arreglo para
piano y orquesta de cuerdas de una pieza de carácter rapsódico para quinteto de
cuerdas y piano del propio Say y está estructurado en cuatro episodios. El
último, con una duración similar al conjunto de los tres primeros, es una
especie de corolario lógico de ellos, un desarrollo más del clima y el concepto
que de los temas propiamente dichos.
En la obra está
siempre el sonido personal del piano de Say, que le permite una sucesión totalmente
natural de momentos de carácter entre mágico y onírico con otros de una calma
serena, animada y otros aún de una fuerza interior telúrica que se traduce en
un sonido lleno de poderío.
Así surge el contraste
entre el primero y el segundo episodio: aquel, con sus personales armonías en
el piano y los falsos armónicos de las cuerdas y sus cambios de intensidad; el
segundo, por sus contrastes tímbricos (esos pizzicati Bartok), la fuerza
dramática de los unísonos y la danza de los cantos en registro agudo de piano y
orquesta sobre la resonancia del registro grave del piano por un uso prolongado
del pedal.
En el tercer episodio,
tras una vuelta a climas al tiempo serenos y animados, se produce una bellísima
cadenza del piano en un ambiente de nocturno. Los crescendi de la
orquesta desde un pianissimo a partir de la cadena y un
nuevo canto del piano es respondido y doblado por la orquesta. El sonido
modulado por las sordinas de esta lleva al auditorio al final del episodio con
la mágica quietud de un vuelo sin motor.
La fuerza del cuarto
episodio por sus melodías, su ritmo y sus cambios de tempi es como un
compendio y desarrollo de los climas, cantos y, sobre todo, de los ambientes y
el carácter de la obra. La Real Filharmonía, bien dirigida por Okan, hizo su
parte a la gran altura requerida por la interpretación de la obra por su autor.
Tras esta fuerza de la naturaleza, uno no puede dejar de decirse ¿y ahora qué
va a pasar con el 21 de Mozart?
Pues pasó lo que tenía
que pasar, que sonó Mozart (y muy Mozart) y sonó Say (y muy Say).
Me explico. La
introducción del concierto de Mozart fue conducida por Okan con lo que
podríamos llamar “normalidad mozartiana” y un exquisito equilibrio entre cuerdas
y maderas y destellos de trompeta sobre el fondo noble de las trompas. Propició
así que la entrada del piano de Say surgiera como el agua de un manantial; con
toda la transparencia y brillo natural que requiere la obra.
A partir de ahí Mozart
y Say, Say y Mozart: dos genios en sinergia. La mano izquierda de Say, de
solidez berroqueña pero con la tersa brillantez de un granito perfectamente
pulido, se prolonga en la filigrana como de encaje de Camariñas de la mano
derecha; puro Mozart, con toda su delicadeza pero también con toda su fuerza.
Sinergia de compositor con intérprete.
Hasta la cadenza,
que, naturalmente, ha escrito el propio Say -que para algo es uno compositor; y
muy bueno, añado yo-. Y es en esta cadenza, como también en la del Rondo
final, donde surge la sinergia entre compositores; y es en ellas donde uno
llega a comprender la grandeza de un Mozart, que perdura 230 años largos después
de su muerte y la de un Say que rompe moldes y convenciones con una
personalidad arrolladora, pero es fiel al espíritu de la partitura.
El Andante
central tuvo toda la luminosidad inherente a esta obra maestra de Mozart -y
para cuando lo estrenó en Viena ya iban unas cuantas- y fiel al sentimiento que
la inspira. La vivacidad del Rondo final estuvo llena de gracia
mozartiana y los fuertes aplausos y gritos de bravo de los filarmónicos
ferrolanos tuvieron la recompensa de una propina.
Y cuando algunos esperábamos que tocara su versión jazzística sobre la llamada Marcha turca de Mozart -el tercer movimiento, Rondó alla turca, de su Sonata para piano nº11-, Say volvió a sorprender. Un sencillo motivo de tres notas -sol, la, si en registro medio y grave, con prolongación de este con el pedal- surgió de la caja del piano, lento y poderoso como la lava del cráter de un volcán hawaiano.
Luego, un segundo motivo,
este de cuatro notas -re, do sostenido, re, si- y reduciendo el brillo del timbre
natural de las cuerdas directamente con la mano izquierda. Una reproducción del
timbre del “saz” o “baglama”, una especie de laúd de uso habitual en Turquía, Oriente
Medio y los Balcanes que ya empleó -y creo que con un motivo melódico similar,
si no igual- en su Sonata para piano y violín op. 7, de 1997.
Sobre estos dos
motivos construye el inicio de la obra, con muy interesantes variaciones y
añadidos de carácter improvisatorio que desembocan en una amplia sección central.
En ella, toda la oscuridad se enfrenta a una luz solar y un brillo como de
estrellas con los que Say muestra su cara más jazzística para desembocar en una
breve variación final de los temas iniciales en “zona de luz”. Finaliza con los
dos motivos tocados con el sonido del “saz” y la profunda oscuridad de las tres
notas iniciales.
Say tiene una
gesticulación y movimientos muy peculiares -entre otros, su forma de “dirigir”
con la mano izquierda lo que hace con la derecha-. Esto puede no ser del agrado
de algunos -incluso de bastantes- aficionados, especialmente de aquellos más
cerrados a cuanto se salga de los cánones establecidos por la ortodoxia. O, por
mejor decir, de quienes de alguna manera se sienten minorías elitistas protegidas
por la rigidez ritual del concierto. Pero su calidad como pianista y compositor
vuela muy por encima de sus propios gestos y, no digamos, del envaramiento de quienes
lo critican por ello. Por mí y por otros muchos -una mayoría, creo-, que
vuelva; lo antes posible y, si puede ser, acompañado por algún director de gran
fuste.
Para la segunda parte
la Real Filharmonía había programado la Séptima de Beethoven: una
elección de seguridad más que una apuesta segura. La versión de Okan tuvo notables
altibajos a lo largo de los cuatro movimientos. La introducción gozó de un
clima adecuadamente sereno en el que destacó la flauta de Laurent Blaiteau, una
idónea gradación dinámica y una buena transición al Vivace. A lo largo
de este, Okan mostró una buena atención al detalle y destacaron la precisión y
color del timbal de José Vicente Faus y los solos: el de oboe de Christina
Dominick; nuevamente la flauta de Blaiteau y el clarinete - de Beatriz López.
El Allegretto arrancó
con un tempo, digamos, algo más reposado del idóneo (unas 66/68 negras
por minuto, cronómetro en mano, frente a las 78 que marca mi vieja partitura y
las 76 de las nuevas ediciones críticas). He de añadir que, voluntariamente o no,
el tempo se le fue cayendo a lo largo del movimiento. En positivo, la
buena disposición de planos sonoros que permitieron escuchar muy bien el canto
de cada sección.
El Presto -que
en esta sinfonía hace las funciones del scherzo con que Beethoven sustituyó
el viejo minueto- recuperó el vigor adecuado y el Trio (assai meno
presto) tuvo una buena ligereza en las trompas, pero algo despojado de esa
sutil grandeza que lo caracteriza y con escasa tensión en los violines.
En cuanto al Allegro
con brio final, quedó como impregnarlo del atropello con el que sonaron los
cinco acordes finales del Presto. Un tempo mal controlado y un
exceso dinámico general descolocaron planos y líneas, en una especie de calima
sonora en la que nada se pudo distinguir bien. Lo dicho: bienvenido siempre
Fazil Say.
Ah, y que, como
siempre, Beethoven puede con todo.
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