Antoni Wit (1944) es un maestro a la antigua usanza. Formado
en la Academia de Música de Cracovia, tiene el sello de aquella disciplina de
trabajo y rigor de planteamientos característicos de los directores procedentes
de los llamados países del “socialismo real”. De sus interpretaciones no cabe
esperar un arrebato de emociones inesperadas, pero tampoco cabe temer sobresaltos;
y esto es algo que agradecen tanto los músicos a quienes dirige como el público
a quien se dirige.
Antoni Wit |
Estudiante de composición con Nadia Boulanger en el
París inmediatamente anterior al Mayo del 68, Wit ha prestado siempre atención
al repertorio contemporáneo. Incluyendo, naturalmente el de sus compatriotas
polacos. El inicio de este concierto con la Real Filharmonía fue una buena
muestra de ello y la primera obra en
programa fue Lullabyt (Canción
de cuna), de Andrej Panufnik (Varsovia, 1914; Londres, 1991).
Escrita en 1947 en Londres para orquesta de cuerdas
y dos arpas, la obra es una verdadera nana. Su base armónica emplea intervalos
de cuartos de tono en una escritura en pianissimo,
llena de divisi entre sus
intérpretes, lo que le proporciona un aire de extraña ensoñación. El tañer del
arpa tiene la dulce firmeza que puede suponer para un niño el pulso del corazón
de quien lo acuna. Sobre este fondo, los cinco solistas –violines primero y
segundo, viola, violonchelo y contrabajo- desarrollan el canto de de una
melodía llena de ternura de muy agradable escucha. La interpretación de los
profesores de la RFG y Wit estuvo en el centro mismo de su carácter intimista.
Mieczisław Karłowicz en los Montes Tatra |
La segunda obra del programa era el Concierto para violín en la menor, op. 8
de Mieczisław Karłowicz (Święcany, Lituania, 11.12.1876; Montes Tatra, Polonia,
08.02.1909). El malogrado compositor permaneció
sepultado durante meses en la silenciosa noche eterna de las nieves del Mały
Kościelec (Pequeño Kościelec), donde un alud acabó con su vida mientras gozaba
de los deportes de invierno, una de las aficiones que practicaba con el
panteísmo apasionado que brilla en alguno de sus pensamientos:
“Cuando las cortinas caen y los ojos azules de los
lagos brillan, cuando las nieves se ruborizan, una misteriosa y enorme mano
extendida hacia mí desde las alturas de las montañas, me captura y me toma
hacia arriba... Las horas dedicadas a esta semiconsciencia son, al parecer, un
retorno al no-ser; estas horas me dan tranquilidad en lo que respecta a la vida
y la muerte, al hablar sobre la paz eterna de la disolución en la existencia
del Todo.” (Mieczysław Karłowicz. Cita de "En la nieve", un artículo suyo de 1907 reimpreso en “La postura ideológica y artística de M.K.”, de E. Dziębowska, ed: Z życia i twórczości Mieczyslawa Karłowicza (De vida y la música de M.K.), Cracovia: PWM, 1970, p. 24.).
El concierto de Karłowicz refleja una doble
influencia: de Chaikovski, más audible en la escritura de la parte solista, y
de Richard Wagner, más presente en la orquestación. La parte solista corrió a
cargo de la violinista polaca Aleksandra Kuls (1991). En Allegro moderato inicial mostró su carácter como violinista, con
una fuerza y viveza
extraordinarias, y una gran musicalidad en sus diálogos con
la orquesta. Esta tuvo un coprotagonismo algo por encima de su eficaz labor
acompañante, expresando en toda su magnitud la riqueza tímbrica de la escritura
karłowicziana. Fueron muy destacables los preciosos compases en los que al
canto conjunto de chelos y trompas se unen las violas, en uno de los momentos del concierto en los que se
hace más patente la influencia de Chaikovski en el joven Karłowicz. Los agilísimos
arpegios de la parte solista, ejecutados con excepcional limpieza por Kuls,
estuvieron llenos de fuerza.
Aleksandra Kuls |
Wit convirtió en un momento de suspensión casi
mahleriana el breve pianissimo de enlace
en attacca con la Romanza. Esta es un andante central de un gran lirismo, que fue interpretado por Kuls
lleno con profundo sentimiento, sin sombra alguna de amaneramiento. En el Finale, Kuls voló en alas de la gracia. Su
sonido, pastoso y suave, tiene como un reflejo aterciopelado en el registro
grave, mientras que los registros medio y agudo son de gran brillo y pureza [2]. Las cuerdas dobles,
agilidades y juego de arco tuvieron un espíritu muy chaikovskiano. En cuanto a
la orquesta, fue de destacar un momento de gran belleza en la sección central lenta
del movimiento, cuando cantan conjuntamente violines segundos y violas. El
final del concierto fue interpretado con gran brillantez por solista y orquesta.
La versión de la Sinfonía
nº 8 en sol mayor, op. 88 de Dvořák se vio notablemente perjudicada por la
acústica del Teatro Jofre. La distribución física de los músicos en su
escenario hizo que el equilibrio dinámico se resintiera, ya desde el Allegro con brio inicial. Esto fue bien
notorio desde este primer movimiento -staccati
en el registro agudo de los violines-, así como en la escasa de presencia de
los vientos -tanto maderas como metales- en toda la obra.
Wit, como ya había hecho con Lullabyt de Panufnik, dirigió la obra de memoria. Que la tiene
perfectamente interiorizada es algo claramente perceptible desde que alza los
brazos para dar la entrada inicial. Su concepto y realización de la obra -bien
sólidos, como arriba queda dicho- proporcionan al auditorio esa especie de
apertura como de
hermoso paisaje panorámico siempre presente en Dvořák Esto fue
“visible” desde el primer movimiento.
Antonin Dvořák |
En la misma línea estuvieron el empastado sonido de
las cuerdas del Adagio como base
sobre la que brillaron el color y la dicción de los clarinetes en su canto, el
dramatismo de los metales (ese solo de trompa y su respuesta por las cuerdas fueron
realmente sobrecogedores) y la bucólica candidez de las maderas. El Allegretto grazioso, un precioso vals,
tuvo más vuelo expresivo que gracia danzante y el Allegro ma non tropo final tuvo el lastre de desequilibrio dinámico
antes indicado.
Bien sea por los problemas acústicos arriba
mencionados, bien por decisión del director, la brillantez propia del final de
este movimiento quedó muy disminuida. La
verdad es que no se entiende por qué no se celebran los conciertos sinfónicos
en el nuevo Auditorio de Ferrol. Esperemos que los filarmónicos ferrolanos
lleguen a apreciar que las condiciones acústicas deben primar sobre la
comodidad de tener el Jofre a tiro de piedra. Sus oídos se lo agradecerán; y si
no, al tiempo.
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