Mostrando entradas con la etiqueta #Circo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta #Circo. Mostrar todas las entradas

09 marzo, 2020

HABÍA UNA VEZ…







A Coruña, 1 de marzo, Teatro Colón. Circlassica. Espectáculo circense de Emilio Aragón. Dirección y Producción Ejecutiva, Manuel y Rafael González. Dirección Artística, Emilio Aragón. Puesta en pista, Alessandro Serena. Ayudante de dirección artística, Carlos Grass. Diseño de iluminación, Juanjo Lloréns. Coreografía y movimiento escénico, Kristine Lindmark. Diseño Escenografía, Metrico Media. Diseño de vestuario, Berta Riera y Nuria Manzano. Caracterización y maquillaje, Rebecca Rueda. Producción, Productores de Sonrisas.



…LA MAGIA. No la prestidigitación. La magia con mayúsculas. La verdadera; esa nebulosa de colores que te envuelve y te transporta… Hasta allí… Hasta entonces… Como solo puede hacerlo UN CIRCO. Doscientos cincuenta y dos años o casi setenta. Hasta el Londres de 1770 en el que a Philip Astley se le ocurrió vaciar el patio de butacas de un teatro para convertirlo en pista de circo o hasta el Madrid de la década de 1950 en el Teatro Circo Price en el que quien esto suscribe vio sus primeros espectáculos circenses.



O hasta la Granada de mediados del XIX, cuando la visión de la “ecuyere”  Virginia Foureaux  deslumbró al seminarista, casi misacantano, Gabriel Aragón. Y lo hizo con tal y tanta luz, que Gabriel se unió al Grand Cirque Foureaux como El Gran Pepino. Su vocación sacerdotal se había convertido por obra y gracia de Virginia en un aliento artístico tal que hizo de él el fundador de la escuela de los payasos musicales y ambos acabaron por ser el punto de partida de la dinastía Aragón. Esa que durante más de siglo  y medio ha formado parte de la nebulosa y que en la España del último tercio del s. XX conocimos a través de los programas en Televisión Española de sus nietos Gaby, Miliki y Fofó y su bisnieto Fofito. Y donde poco después, cuando Fofó partió para fundar un circo en el Cielo, entró Milikito.

Este es un artista polifacético –es un Aragón, no podía por menos de serlo- por cuyas venas circula serrín de pista de circo y quien, como Emilio Aragón, ha escrito y dirigido y ha puesto música y voz a Circlassica, un homenaje al 250º aniversario del circo moderno a través de la historia de amor de sus bisabuelos. Porque Circlassica es una historia de amor bajo la carpa, en la que Nim, un payaso y pintor algo simple –o solo deliciosamente ingenuo- se enamora de la bailarina Margot y trata a toda costa de conquistar su corazón mientras la compleja vida del circo continúa. El público asistente se convierte así en un doble espectador: de los afanes e intentos amorosos de Nim y de la función que cada día se representa en la pista.

Tras la presentación de toda la compañía, la función sigue la historia de Nim y Margot como hilo conductor, apoyada por la proyección de algunos vídeos en un significativo blanco y negro, con la locución del propio Emilio Aragón. La actuación de la bailarina y acróbata, ingrávida por suspensión, es el primer número del programa. Luego, un alambrista logra la atención de Margot con sus saltos y equilibrios pero Nim no desespera; multiplica sus esfuerzos a través de su arte con su pincel gigantesca y deliciosamente desproporcionado.

Una proyección muestra sus cuadros junto a la siempre increíble fantasía del surrealismo daliniano con la aparición, entre otras pinturas, de sus célebres “relojes blandos” de La Persistencia de la Memoria. Al tiempo, artistas sobre zancos crean la ilusión de animales un tanto oníricos, producto de la rica imaginación de sus creadores. Margot, mientras, eleva sus danzas hacia una hermosa Luna, haciéndose aún más inalcanzable para Nim.

La chelista aporta la calidez de timbre de su instrumento y la emoción inseparable de la ejecución en directo. Al tiempo, un notable malabarista ejecuta su número sumando aros y más aros que multiplican su dificultad. Y crecen los aplausos de un público cada vez más entregado, cada vez más rendido a la magia única y  envolvente del espectáculo. A esa nebulosa de colores que Nim materializa en gasas a las que hace aparecer, bailar y desaparecer para, mediante el asombro, enamorar  a Margot.

Nim, entre parte de la compañía


En vano. Ella sigue en otra onda y el público –repartido por la butaca ocupada o por género a la voz de un payaso en jefe- va entrando progresivamente a formar parte de un número musical. Este acaba con la célebre el Mana-Mana coreado por un público de padres y madres a los que la canción les trae quizás un recuerdo de meriendas con olor a crema de cacao y avellanas viendo Barrio Sésamo.

El vídeo que da fin a la primera parte del espectáculo trajo a algún abuelo y abuela presentes en la sala emocionantes recuerdos de una lejana niñez. La emoción para ellos se elevó hasta la cima de la carpa de un lejano circo, aquel lejano espacio desde donde ejercían su vertiginoso imperio…

¡¡la reina del trapecio…

(perdón por el grito, pero esto hay que recordarlo en la voz de sonoridad siempre hiperexpresiva de un jefe de pista vestido de rojo sobre el fondo de un redoble de tambor)

…Pinito del Oro!!  

O su sucesora

¡¡La grandísima única e inimitable…  Miss Mara!!

Algunos no pudimos salir a estirar las piernas en el descanso. La emoción fue como un  potente adhesivo hacia el cuero de las butacas del Colón y nos retuvo pegados a ellas todo el enteacto.



La música zíngara presente en tantos números circenses hizo su aparición en la segunda parte. Bailarinas y niños en el vídeo de inicio de esta dejaron paso a un número que bien puede haber sido inspirado por aquellas diosas del trapecio. Una trapecista, volando en un aro, fue incrementado la dificultad de su actuación hasta girar en vueltas de velocidad inverosímil que la convierten visualmente en un huso de reflejos metálicos azul cobalto, como si de un colibrí humano se tratase.



Un arquetípico portor en trapecio fijo, dando fuerza y movimiento a un a grácil trapecista terminó de colmar las ansias de elevación a las alturas que todo espectador de circo, consciente o inconscientemente, compra con su entrada.  Tras un dúo de saltimbanquis en un clásico número de balancín, que exploraron las alturas del escenario en una exhibición de fuerza y equilibrio, llegó toda una troupe de payasos, incluyendo a Nim como augusto y con un clown de pantalón arlequinado.

Su actuación es una divertida parodia del hombre bala –un “voluntario” del público-, con alusiones a aquellos Coyote y Correcaminos (el cohete era marca ACME) y a la serie Expediente X. Dos soberbios equilibristas protagonizaron el número final y un vídeo de despedida rindió merecido homenaje a todos esos momentos, horas, días y años de preparación que necesita todo número de circo, toda función en “el mayor espectáculo del mundo”.

La presentación de toda la compañía (sin citar nombres, la humildad franciscana de los artistas de circo contrasta con la antigua locuacidad de en la presentación de sus números) finaliza una tarde de la que niños y mayores tuvimos la oportunidad de flotar entre ilusiones y sonrisas. La parte técnica -una escenografía, atrezzo y vestuario rigurosamente “historicistas”- recreó idóneamente el ambiente de aquellos primeros circos modernos. Por su parte, la iluminación tuvo tal y tan buena funcionalidad que casi se olvida uno de la natural complejidad de esta parte del espectáculo.

Pocas veces una empresa, Productores de Sonrisas, tuvo un nombre tan adecuado. El saludo de toda la compañía tuvo un momento de especial emoción para al menos dos de los espectadores. Fue cuando, tras los artistas, saludó desde el escenario un grupo de técnicos y aquellos no pudieron por menos de recordar a alguien muy querido, que durante muchos años formó parte del mágico mundo del circo iluminándolo desde su cabina de mando. Allá donde estés, seguramente dando luces y colores a otras realidades o fantasías, un beso, Doval. ¡Ah! Y recuerdos a Fofó.






11 diciembre, 2019

Carretera a la nada








A Coruña, 23 de noviembre, Teatro Rosalía Castro. La strada. Obra de Federico Fellini. Adaptación, Gerard Vázquez. Intérpretes: Alfonso Lara (Zampanó), Mar Ulldemolins (Gelsomina) y Alberto Iglesias (El Loco). Colaboración especial en vídeo, Gloria Muñoz. Dirección, Mario Gas. Diseño de escenografía, Juan Sanz. Realización de escenografía, Taller de Juan Sanz y Manuel Álvarez. Diseño de iluminación, Felipe Ramos. Vídeoescena, Álvaro Luna. Compositor banda sonora, Orestes Gas. Figurinista, Antonio Belart. Realización de vestuario, Cornejo. Diseño de sonido, Enrique Mingo. Producción: Diseño y dirección, Concha Busto. Producido por José Velasco.


La historia que cuenta La strada es una vieja conocida pero La strada no es una historia vieja. La madre de Gelsomina le vende su hija a Zampanó, un artista de circo ambulante. Gelsomina, además de ser obligada por Zampanò a actuar en las plazas de los pueblos, es insultada, golpeada y tratada por él como esclava sexual. En su deambular, se encuentran con El Loco, un equilibrista viejo conocido de Zampanó, quien lo considera como auténtico enemigo personal más alá de la rivalidad en su miserable mundo ambulante. El trato de El Loco hacia Gelsomina, una pobre adolescente en el límite de la normalidad, descubre a esta un mundo nuevo en el que ella se siente capaz de hacer cosas más allá de las escuetas y brutales instrucciones de  su amo. Y de vivir lejos de su “protección”; pero la vuelta de Zampanó desencadena el conflicto “a trè”, como las viejas sonatas barrocas; o como las eternas historias de celos, que también puede haberlos sin amor de por medio porque, al fin y al cabo también pueden ser un sentimiento desencadenado por el instinto de posesión tanto o más que por el amor.

Esta Strada alude visualmente a aquella posguerra de los 50 con el predominio de los tonos pardos oscuros del vestuario de Belart pero la dirección de Gas es más atemporal en la creación de sus tres personajes. Tal vez por eso nos los presenta en lo que se me antoja una especie de globo, entre transparente y translúcido y hecho de la misma materia que el tiempo, lo que Mario Gas define como “un halo trágico del que no pueden escapar". Viven nuestros tres personajes encerrados en su miseria por una sociedad en estado de shock, que no los mira salvo para echarles unos céntimos en el sombrero al final de su número. Una visión invertida, especular, de aquellos surrealistas personajes buñuelianos de El ángel exterminador encerrados en su lujosa cena de lujo por sus sirvientes.

El texto de Gerard Vázquez y la dirección de Mario Gas revelan quizás una inspiración, paralelismo o cita elíptica becketiana en cómo parecen esperar ese algo o alguien desconocido que desde su ausencia  nunca llegará a liberar a Gelsomina de la brutalidad de Zampanó, como no llega Godot a hacerlo con la de Lucky esclavizado tiránicamente por Pozzo en la obra de Samuel Becket.




Tres grandes en escena

La interpretación de los tres actores es realmente soberbia. El personaje de Zampanó es construido por Lara en una inquietante pero consecuente alternancia entre su brutalidad y su tristeza, haciendo surgir sentimientos encontrados hacia quien desde la platea se percibe tan víctima como verdugo. Las explicaciones al público de su número de “forzudo” tienen un cierto halo de ingenua ternura pese a su horrible comportamiento con sus compañeros de desventura.

Mar Ulldemolíns encarna una Gelsomina más que creíble. Inocente, ignorante, temerosa, dolida, tierna y soñadora, transita por cada estado de ánimo del personaje irradiando veracidad en cada momento de la función y hace que al salir del teatro uno sienta deseos de volver para rescatarla y ofrecerle todo un mundo de nuevas perspectivas vitales.

 Alberto Iglesias es una fuente de emociones a través de su gestualidad facial, tanto que bien podría haber hecho un papel de El Mudo como este, que borda, de El Loco. Pero no queda atrás su vocalidad y es a través de sus palabras como su personaje como logra abrir los ojos a Gelsomina. Y de su sonido tocando al violín (por cierto, con un barniz absurdamente brillante para ser el de un equilibrista ambulante) notas de la música de Nino Rota para el filme de Fellini. O enseñando a Gelsomina a hacer lo mismo con la trompeta (qué emoción en esas notas desafinadas) y hacerle sentir una emoción positiva, tal vez por primera vez en su vida.

Las proyecciones sobre tres pantallas, además de acercar los rostros de los protagonistas y expresar las situaciones que estos viven (esas salpicaduras de sangre, esos paisajes desolados), son un hermoso homenaje al original cinematográfico felliniano. Esta Strada de Gas tiene un cierto aire de poesía triste y desesperanzada que atrae como un potente imán en una versión para la distancia media y corta que proporcionan el escenario y las tres pantallas. Un  aire que llega al espectador sin la fuerza telúrica de la película pero tan sutil, como dice el viejo proverbio sobre el viento del Guadarrama, “que mata a un hombre pero no apaga un candil”.





Una consideración final

La aventura de estos tres desdichados es un espejo en el que cada espectador puede ver reflejada su vida más íntima; ese anhelo de progreso o crecimiento personal tantas veces imposibilitado por sus circunstancias personales o sociales. Pero también, con el foco más abierto, una proyección más amplia y actual. La mayoría de los actuales errabundos no se mueven en viejos motocarros por una carretera polvorienta sino en pateras o cayucos por otras, líquidas y demasiadas veces mortales, a las que llamamos Mediterráneo o Atlántico.



21 marzo, 2017

Un minuto te puede salvar la vida






A Coruña Fórum Metropolitano, 18 de marzo. El minuto del payaso, de Teatro El Zurdo. Autor, José Ramón Fernández. Dirección, Fernando Soto. Intérprete, Luis Bermejo. Vestuario y escenografía, Mónica Boro mello. Ayudante escenografía, Alessio Meloni. Iluminación, Eduardo Vizuete. Maquinaria, Francisco Revaliente. Selección musical, Fernando Soto. Producción, Producciones El Zurdo S.L.Producción ejecutiva, Luis Crespo.


En un teatro cualquiera de España se celebra el día del “Festival de Homenaje al Circo” Un viejo payaso habla solo; está en el foso de maquinaria del local, un mugriento espacio en el que, rodeado por sacos y maromas de la tramoya, ha instalado su “camerino” personal. Éste consiste en una vieja maleta llena todo lo que le acompaña en cada actuación: su raído vestuario y mil y un objetos que irán apareciendo a lo largo de la función casi como personajes.



El minuto del payaso es, como toda buena función, un acto de voyeurismo que el autor brinda a cada espectador. José Ramón Fernández hace perpetrarlo en ésta sobre el soliloquio de un viejo augusto [1] mientras espera la llamada del regidor para salir a la pista. Para subir al suelo, en este caso, a fin de cubrir un intervalo ínfimo, de un minuto, entre dos números de ese “Festival de Homenaje al Circo”.

A lo largo de setenta minutos somos testigos de los recuerdos y vivencias del viejo artista; de sus sueños y frustraciones; de sus miedos y sus sentimientos de amor y de odio. De su vida pasada por el filtro –a veces ponzoñoso y otras catártico, pero siempre engañoso- del recuerdo.

Pulsiones en/para/por el recuerdo
Eros y Tánatos, las pulsiones de vida y muerte, de placer (casi siempre reprimido) y dolor que pugnan en cada ser humano, se van manifestando en el transcurso de El minuto del payaso. Aparecen en el recuerdo de la niña écuyere y lo que nuestro protagonista le escribía (Eros) pero nunca le llegó a decir (la represión); hasta que ella se fue con un domador de tigres, llamado Ángel para más inri. A partir de la marcha de su frustrado amor adolescente, el entonces casi sólo proyecto de payaso se (in)comunicó con ella con cartas que no llegaba a enviarle.

Y esa otra pulsión, el tánatos, derivada de la represión del eros. El recuerdo del padre y el ansia de su desaparición, física o  simbólica, que surge en el recuerdo de la imposición del oficio heredado. Cuando los padres le presentan su traje de payaso cortado, cosido y adornado por la madre –de augusto o de clown, para el caso es lo mismo-, él lo rechaza.

Los padres expresan su frustración: ella, expresando “toda la introyección” de su dolor en una sola sílaba: la final de disgusto convertida en un suspiro: “Ay, qué disgussz...” (primeras risas estentóreas). Él, quizás, de forma más dura: multiplicando el número y la fuerza de las bofetadas –no sé si está en el texto; da igual porque, a la postre, los recuerdos se deforman y también nos deforman-.

Y es que cuando desde niño se saca a los elefantes a orinar antes de la función para que no lo hagan en la pista –la meada de uno solo de ellos la inundaría- uno o que quiere es acabar siendo domador de proboscídeos. Lo que vendría siendo algo así como un ascenso en el escalafón; no como repartir o recibir “bofetadas con la mano abierta”, que tanto hacen reír al público, que tan poca gloria dan al que las reparte y tanta humillación pueden llegar a suponer para quien las recibe. Sobre todo cuando no se tiene vocación para ello. Si es que hay alguien que la tenga, que lo dudo.

Y, cuando al fin no le queda otra que formar parte de la troupe familiar de payasos, pide que le dejen caracterizarse son una simple nariz roja; tras conocer a Gaby, Fofó, Miliki y Fofito, “los payasos de la tele”, sólo quería la nariz como caracterización: ellos, los Aragón, apenas necesitaban más para hacer vibrar al público. Y un genio como Charlie Rivel no necesitó más que llorar-aullar apuntando con la suya al cielo para ascender al Olimpo del Circo y quedarse para siempre a vivir en él, incluso después de morir. Esto sólo oficialmente, claro, que los artistas como él nunca muernen. Y no se entierran, se siembran. Porque este mundo necesita payasos que puedan salvarte la vida con un minuto de su actuación

O a quienes actuar un minuto pueda salvarles la suya. Esa tarde ha venido a verle un productor de televisión quizás lo contrate para actuar todas las noches en un “late show”. Alguien que le llama Maestro, como a todos los artistas cuyo nombre, seguramente por desprecio, ni quiere ni logra recordar. Pero alguien que supone un madero al que agarrarse en el naufragio de su vida.



De dos en dos
Y así va pasando la espera hasta su “actuación-bisagra”, entre objetos que hacen cobrar vida a sus recuerdos, siempre girando en dualidades que él hace gravitar sobre el espectador. Que pueden lucir tan atractivas como una estrella fugaz, pero también esconder la amenaza de un Armagedón: la botella que “por días es retro o vintage” a la que, también por días, le da “un buchito o un chupito”; el pañito o el plátano, fruto con el que siente poder dialogar frente al advenedizo kiwi [2] o el brócoli, otro verdadero arribista [3]. Artificios verbales en el texto de José Ramón Fernández con los que el autor busca –y vaya si encuentra- la complicidad con el espectador.

Pero que en el fondo son el estribo que nos brinda el texto para subirnos al caballo de la risa o al del dolor, propio o ajeno. Porque la vida no deja de ser el recorrido por una serie de bifurcaciones en las que lo que decidamos (o nos decidan, como tantas veces sucede sin que nos enteremos) nos habrá de llevar a una u otra vertiente de esa cordillera llamada destino. Contra el que creemos poder luchar sin apercibirnos de que está más marcado que la baraja de un tahúr.

Casi como la disposición a la risa estentórea de algunos espectadores en respuesta monolítica a cada clímax de situación: el texto hace pensar, deja elegir; cada uno puede decidir en cada momento si lo que está viendo le divierte o le conmueve. O no. Quizás algunos no puedan más que huir montados en la risa; tal vez porque no puedan desatarse de la tristeza; acaso porque entonces la vida, como un caballo salvaje en un rodeo, acabaría por patearlos y aplastarlos.



En el foso
En el foso de ese circo, Luis Bermejo da vida y cuerpo al pobre payaso. En los setenta minutos de su interpretación, nos hace sentir, pensar o reír; incluso llega a acercarnos al llanto sin llegar a traspasar la sutil línea que lo separa de la reflexión. Justo al borde del melodrama. Gracias a su gran actuación y a lo acertado de sus límites, El minuto del payaso se podría calificar como comedia dramática o con el precioso término italiano drama gioccoso, de tan acertada utilización en la ópera.

Y es esta sutileza en el posicionamiento la que permite destacar la grandeza en el trabajo de Bermejo y la delicada  influencia de la dirección escénica de Fernando Soto: apenas perceptible pero decisiva. La escenografía y el vestuario, de Mónica Boromello, son idóneamente eficaces y la trama queda perfectamente centrada y situada. La iluminación contribuye plenamente a estos requisitos

Una reflexión final: uno se pregunta por qué producciones de calidad como El minuto del payaso o la portentosa Como si pasara un tren no llenan una sala de pequeño aforo como la del Fórum Metropolitano de A Coruña. ¿Qué sucede para que todo el gran esfuerzo que -desde la primera idea y su gestación hasta su realización final- supone un montaje no llegue a más público en una ciudad como A Coruña, que ha demostrado más que sobradamente su capacidad de respuesta a la programación cultural?






[1] La clásica pareja de payasos está formada por el clown y el augusto. El primero es “el listo” y suele llevar la cara pintada de blanco con una sonrisa entre cómica y calamitosa en su enorme boca. El augusto es es “el tonto”: el que recibe las bofetadas para regocijo del personal pero que tantas veces le da la vuelta a la tortilla, jugándosela al final al “cara pintada”.

[2] Según el Diccionario de la Lengua Española, edición del Centenario, advenedizo (2ª acepción) es la “persona recién llegada a un lugar o una actividad con pretensiones desmedidas. Y no me negarán que el brócoli encaja perfectamente en la definición, salvo lo de persona (condición de la que, por otra parte, bien se puede pensar que carecen los arribistas)

[3] También según el DLE, arribista es la “persona que progresa en la vida por medios rápidos y sin escrúpulos”.  Repito lo arriba dicho sobre la condición de persona de los vegetales y los humanos.