A Coruña Fórum
Metropolitano, 18 de marzo. El minuto del payaso, de Teatro
El Zurdo. Autor, José Ramón
Fernández. Dirección, Fernando Soto. Intérprete, Luis
Bermejo. Vestuario y escenografía, Mónica Boro mello. Ayudante escenografía,
Alessio Meloni. Iluminación, Eduardo Vizuete. Maquinaria, Francisco Revaliente.
Selección musical, Fernando Soto. Producción, Producciones El Zurdo S.L.Producción
ejecutiva, Luis Crespo.
En un teatro cualquiera
de España se celebra el día del “Festival de Homenaje al Circo” Un viejo payaso
habla solo; está en el foso de maquinaria del local, un mugriento espacio en el
que, rodeado por sacos y maromas de la tramoya, ha instalado su “camerino”
personal. Éste consiste en una vieja maleta llena todo lo que le acompaña en cada actuación: su raído vestuario y mil y un objetos que irán apareciendo a
lo largo de la función casi como personajes.
El minuto del payaso es, como toda buena función, un acto de voyeurismo
que el autor brinda a cada espectador. José Ramón Fernández hace perpetrarlo
en ésta sobre el soliloquio de un viejo augusto [1]
mientras espera la llamada del regidor para salir a la pista. Para subir al
suelo, en este caso, a fin de cubrir un intervalo ínfimo, de un minuto, entre
dos números de ese “Festival de Homenaje al Circo”.
A lo largo de setenta
minutos somos testigos de los recuerdos y vivencias del viejo artista; de sus
sueños y frustraciones; de sus miedos y sus sentimientos de amor y de odio. De
su vida pasada por el filtro –a veces ponzoñoso y otras catártico, pero siempre
engañoso- del recuerdo.
Pulsiones en/para/por el recuerdo
Eros y Tánatos, las
pulsiones de vida y muerte, de placer (casi siempre reprimido) y dolor que pugnan
en cada ser humano, se van manifestando en el transcurso de El minuto del payaso. Aparecen en el recuerdo de la niña écuyere
y lo que nuestro protagonista le escribía (Eros) pero nunca le llegó a decir
(la represión); hasta que ella se fue con un domador de tigres, llamado Ángel
para más inri. A partir de la marcha de su frustrado amor adolescente, el
entonces casi sólo proyecto de payaso se (in)comunicó con ella con cartas que
no llegaba a enviarle.
Y esa otra pulsión, el
tánatos, derivada de la represión del eros.
El recuerdo del padre y el ansia de su desaparición, física o simbólica, que surge en el recuerdo de la
imposición del oficio heredado. Cuando los padres le presentan su traje de
payaso cortado, cosido y adornado por la madre –de augusto o de clown, para el caso es lo mismo-, él lo
rechaza.
Los padres expresan su
frustración: ella, expresando “toda la introyección” de su dolor en una sola
sílaba: la final de disgusto convertida en un suspiro: “Ay, qué disgussz...” (primeras
risas estentóreas). Él, quizás, de forma más dura: multiplicando el número y la
fuerza de las bofetadas –no sé si está en el texto; da igual porque, a la
postre, los recuerdos se deforman y también nos deforman-.
Y es que cuando desde
niño se saca a los elefantes a orinar antes de la función para que no lo hagan
en la pista –la meada de uno solo de ellos la inundaría- uno o que quiere es
acabar siendo domador de proboscídeos. Lo que vendría siendo algo así como un
ascenso en el escalafón; no como repartir o recibir “bofetadas con la mano
abierta”, que tanto hacen reír al público, que tan poca gloria dan al que las
reparte y tanta humillación pueden llegar a suponer para quien las recibe.
Sobre todo cuando no se tiene vocación para ello. Si es que hay alguien que la
tenga, que lo dudo.
Y, cuando al fin no le
queda otra que formar parte de la troupe
familiar de payasos, pide que le dejen caracterizarse son una simple nariz
roja; tras conocer a Gaby, Fofó, Miliki y Fofito, “los
payasos de la tele”, sólo quería la nariz como caracterización: ellos, los
Aragón, apenas necesitaban más para hacer vibrar al público. Y un genio como
Charlie Rivel no necesitó más que llorar-aullar apuntando con la suya al cielo
para ascender al Olimpo del Circo y quedarse para siempre a vivir en él,
incluso después de morir. Esto sólo oficialmente, claro, que los artistas como
él nunca muernen. Y no se entierran, se siembran. Porque este mundo necesita
payasos que puedan salvarte la vida con un minuto de su actuación
O a quienes actuar un minuto pueda salvarles la suya. Esa
tarde ha venido a verle un productor de televisión quizás lo contrate para
actuar todas las noches en un “late show”. Alguien que le llama Maestro, como a
todos los artistas cuyo nombre, seguramente por desprecio, ni quiere ni logra
recordar. Pero alguien que supone un madero al que agarrarse en el naufragio de su
vida.
De dos en dos
Y así va pasando la
espera hasta su “actuación-bisagra”, entre objetos que hacen cobrar vida a sus
recuerdos, siempre girando en dualidades que él hace gravitar sobre el
espectador. Que pueden lucir tan atractivas como una estrella fugaz, pero
también esconder la amenaza de un Armagedón: la botella que “por días es retro o vintage” a la que, también por días, le da “un buchito o un
chupito”; el pañito o el plátano, fruto con el que siente poder dialogar frente
al advenedizo kiwi [2]
o el brócoli, otro verdadero arribista [3].
Artificios verbales en el texto de José Ramón Fernández con los que el autor
busca –y vaya si encuentra- la complicidad con el espectador.
Pero que en el fondo
son el estribo que nos brinda el texto para subirnos al caballo de la risa o al
del dolor, propio o ajeno. Porque la vida no deja de ser el recorrido por una
serie de bifurcaciones en las que lo que decidamos (o nos decidan, como tantas
veces sucede sin que nos enteremos) nos habrá de llevar a una u otra vertiente
de esa cordillera llamada destino. Contra el que creemos poder luchar sin
apercibirnos de que está más marcado que la baraja de un tahúr.
Casi como la
disposición a la risa estentórea de algunos espectadores en respuesta monolítica
a cada clímax de situación: el texto hace pensar, deja elegir; cada uno puede
decidir en cada momento si lo que está viendo le divierte o le conmueve. O no.
Quizás algunos no puedan más que huir montados en la risa; tal vez porque no
puedan desatarse de la tristeza; acaso porque entonces la vida, como un caballo salvaje en un rodeo, acabaría por patearlos y aplastarlos.
En el foso
En el foso de ese
circo, Luis Bermejo da vida y cuerpo al pobre payaso. En los setenta minutos de
su interpretación, nos hace sentir, pensar o reír; incluso llega a acercarnos
al llanto sin llegar a traspasar la sutil línea que lo separa de la reflexión.
Justo al borde del melodrama. Gracias a su gran actuación y a lo acertado de sus límites, El minuto del payaso se podría calificar como comedia dramática o con el precioso término
italiano drama gioccoso, de tan
acertada utilización en la ópera.
Y es esta sutileza en
el posicionamiento la que permite destacar la grandeza en el trabajo de Bermejo
y la delicada influencia de la dirección
escénica de Fernando Soto: apenas perceptible pero decisiva. La escenografía y
el vestuario, de Mónica Boromello, son idóneamente eficaces y la trama queda
perfectamente centrada y situada. La iluminación contribuye plenamente a estos
requisitos
Una reflexión final: uno
se pregunta por qué producciones de calidad como El minuto del payaso o la portentosa Como
si pasara un tren no llenan una sala de pequeño aforo como la
del Fórum Metropolitano de A Coruña. ¿Qué sucede para que todo el gran esfuerzo que -desde la primera idea y su gestación hasta su
realización final- supone un montaje no llegue a más público en una ciudad como
A Coruña, que ha demostrado más que sobradamente su capacidad de respuesta a la
programación cultural?
[1] La clásica pareja de payasos está
formada por el clown y el augusto. El
primero es “el listo” y suele llevar la cara pintada de blanco con una sonrisa
entre cómica y calamitosa en su enorme boca. El augusto es es “el tonto”: el
que recibe las bofetadas para regocijo del personal pero que tantas veces le da
la vuelta a la tortilla, jugándosela al final al “cara pintada”.
[2] Según el Diccionario de la Lengua Española, edición del
Centenario, advenedizo (2ª acepción) es la “persona recién llegada a un lugar o
una actividad con pretensiones desmedidas. Y no me negarán que el brócoli
encaja perfectamente en la definición, salvo lo de persona (condición de la
que, por otra parte, bien se puede pensar que carecen los arribistas)
[3] También según el DLE, arribista es la “persona que
progresa en la vida por medios rápidos y sin escrúpulos”. Repito lo arriba dicho sobre la condición
de persona de los vegetales y los humanos.
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