21 marzo, 2017

Un minuto te puede salvar la vida






A Coruña Fórum Metropolitano, 18 de marzo. El minuto del payaso, de Teatro El Zurdo. Autor, José Ramón Fernández. Dirección, Fernando Soto. Intérprete, Luis Bermejo. Vestuario y escenografía, Mónica Boro mello. Ayudante escenografía, Alessio Meloni. Iluminación, Eduardo Vizuete. Maquinaria, Francisco Revaliente. Selección musical, Fernando Soto. Producción, Producciones El Zurdo S.L.Producción ejecutiva, Luis Crespo.


En un teatro cualquiera de España se celebra el día del “Festival de Homenaje al Circo” Un viejo payaso habla solo; está en el foso de maquinaria del local, un mugriento espacio en el que, rodeado por sacos y maromas de la tramoya, ha instalado su “camerino” personal. Éste consiste en una vieja maleta llena todo lo que le acompaña en cada actuación: su raído vestuario y mil y un objetos que irán apareciendo a lo largo de la función casi como personajes.



El minuto del payaso es, como toda buena función, un acto de voyeurismo que el autor brinda a cada espectador. José Ramón Fernández hace perpetrarlo en ésta sobre el soliloquio de un viejo augusto [1] mientras espera la llamada del regidor para salir a la pista. Para subir al suelo, en este caso, a fin de cubrir un intervalo ínfimo, de un minuto, entre dos números de ese “Festival de Homenaje al Circo”.

A lo largo de setenta minutos somos testigos de los recuerdos y vivencias del viejo artista; de sus sueños y frustraciones; de sus miedos y sus sentimientos de amor y de odio. De su vida pasada por el filtro –a veces ponzoñoso y otras catártico, pero siempre engañoso- del recuerdo.

Pulsiones en/para/por el recuerdo
Eros y Tánatos, las pulsiones de vida y muerte, de placer (casi siempre reprimido) y dolor que pugnan en cada ser humano, se van manifestando en el transcurso de El minuto del payaso. Aparecen en el recuerdo de la niña écuyere y lo que nuestro protagonista le escribía (Eros) pero nunca le llegó a decir (la represión); hasta que ella se fue con un domador de tigres, llamado Ángel para más inri. A partir de la marcha de su frustrado amor adolescente, el entonces casi sólo proyecto de payaso se (in)comunicó con ella con cartas que no llegaba a enviarle.

Y esa otra pulsión, el tánatos, derivada de la represión del eros. El recuerdo del padre y el ansia de su desaparición, física o  simbólica, que surge en el recuerdo de la imposición del oficio heredado. Cuando los padres le presentan su traje de payaso cortado, cosido y adornado por la madre –de augusto o de clown, para el caso es lo mismo-, él lo rechaza.

Los padres expresan su frustración: ella, expresando “toda la introyección” de su dolor en una sola sílaba: la final de disgusto convertida en un suspiro: “Ay, qué disgussz...” (primeras risas estentóreas). Él, quizás, de forma más dura: multiplicando el número y la fuerza de las bofetadas –no sé si está en el texto; da igual porque, a la postre, los recuerdos se deforman y también nos deforman-.

Y es que cuando desde niño se saca a los elefantes a orinar antes de la función para que no lo hagan en la pista –la meada de uno solo de ellos la inundaría- uno o que quiere es acabar siendo domador de proboscídeos. Lo que vendría siendo algo así como un ascenso en el escalafón; no como repartir o recibir “bofetadas con la mano abierta”, que tanto hacen reír al público, que tan poca gloria dan al que las reparte y tanta humillación pueden llegar a suponer para quien las recibe. Sobre todo cuando no se tiene vocación para ello. Si es que hay alguien que la tenga, que lo dudo.

Y, cuando al fin no le queda otra que formar parte de la troupe familiar de payasos, pide que le dejen caracterizarse son una simple nariz roja; tras conocer a Gaby, Fofó, Miliki y Fofito, “los payasos de la tele”, sólo quería la nariz como caracterización: ellos, los Aragón, apenas necesitaban más para hacer vibrar al público. Y un genio como Charlie Rivel no necesitó más que llorar-aullar apuntando con la suya al cielo para ascender al Olimpo del Circo y quedarse para siempre a vivir en él, incluso después de morir. Esto sólo oficialmente, claro, que los artistas como él nunca muernen. Y no se entierran, se siembran. Porque este mundo necesita payasos que puedan salvarte la vida con un minuto de su actuación

O a quienes actuar un minuto pueda salvarles la suya. Esa tarde ha venido a verle un productor de televisión quizás lo contrate para actuar todas las noches en un “late show”. Alguien que le llama Maestro, como a todos los artistas cuyo nombre, seguramente por desprecio, ni quiere ni logra recordar. Pero alguien que supone un madero al que agarrarse en el naufragio de su vida.



De dos en dos
Y así va pasando la espera hasta su “actuación-bisagra”, entre objetos que hacen cobrar vida a sus recuerdos, siempre girando en dualidades que él hace gravitar sobre el espectador. Que pueden lucir tan atractivas como una estrella fugaz, pero también esconder la amenaza de un Armagedón: la botella que “por días es retro o vintage” a la que, también por días, le da “un buchito o un chupito”; el pañito o el plátano, fruto con el que siente poder dialogar frente al advenedizo kiwi [2] o el brócoli, otro verdadero arribista [3]. Artificios verbales en el texto de José Ramón Fernández con los que el autor busca –y vaya si encuentra- la complicidad con el espectador.

Pero que en el fondo son el estribo que nos brinda el texto para subirnos al caballo de la risa o al del dolor, propio o ajeno. Porque la vida no deja de ser el recorrido por una serie de bifurcaciones en las que lo que decidamos (o nos decidan, como tantas veces sucede sin que nos enteremos) nos habrá de llevar a una u otra vertiente de esa cordillera llamada destino. Contra el que creemos poder luchar sin apercibirnos de que está más marcado que la baraja de un tahúr.

Casi como la disposición a la risa estentórea de algunos espectadores en respuesta monolítica a cada clímax de situación: el texto hace pensar, deja elegir; cada uno puede decidir en cada momento si lo que está viendo le divierte o le conmueve. O no. Quizás algunos no puedan más que huir montados en la risa; tal vez porque no puedan desatarse de la tristeza; acaso porque entonces la vida, como un caballo salvaje en un rodeo, acabaría por patearlos y aplastarlos.



En el foso
En el foso de ese circo, Luis Bermejo da vida y cuerpo al pobre payaso. En los setenta minutos de su interpretación, nos hace sentir, pensar o reír; incluso llega a acercarnos al llanto sin llegar a traspasar la sutil línea que lo separa de la reflexión. Justo al borde del melodrama. Gracias a su gran actuación y a lo acertado de sus límites, El minuto del payaso se podría calificar como comedia dramática o con el precioso término italiano drama gioccoso, de tan acertada utilización en la ópera.

Y es esta sutileza en el posicionamiento la que permite destacar la grandeza en el trabajo de Bermejo y la delicada  influencia de la dirección escénica de Fernando Soto: apenas perceptible pero decisiva. La escenografía y el vestuario, de Mónica Boromello, son idóneamente eficaces y la trama queda perfectamente centrada y situada. La iluminación contribuye plenamente a estos requisitos

Una reflexión final: uno se pregunta por qué producciones de calidad como El minuto del payaso o la portentosa Como si pasara un tren no llenan una sala de pequeño aforo como la del Fórum Metropolitano de A Coruña. ¿Qué sucede para que todo el gran esfuerzo que -desde la primera idea y su gestación hasta su realización final- supone un montaje no llegue a más público en una ciudad como A Coruña, que ha demostrado más que sobradamente su capacidad de respuesta a la programación cultural?






[1] La clásica pareja de payasos está formada por el clown y el augusto. El primero es “el listo” y suele llevar la cara pintada de blanco con una sonrisa entre cómica y calamitosa en su enorme boca. El augusto es es “el tonto”: el que recibe las bofetadas para regocijo del personal pero que tantas veces le da la vuelta a la tortilla, jugándosela al final al “cara pintada”.

[2] Según el Diccionario de la Lengua Española, edición del Centenario, advenedizo (2ª acepción) es la “persona recién llegada a un lugar o una actividad con pretensiones desmedidas. Y no me negarán que el brócoli encaja perfectamente en la definición, salvo lo de persona (condición de la que, por otra parte, bien se puede pensar que carecen los arribistas)

[3] También según el DLE, arribista es la “persona que progresa en la vida por medios rápidos y sin escrúpulos”.  Repito lo arriba dicho sobre la condición de persona de los vegetales y los humanos.

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