A Coruña, 3 de marzo, Teatro Rosalía Castro. BLACKBIRD, de David Harrower. Traducción,
José Manuel Mora. Dirección, Carlota Ferrer. REPARTO: Irene Escolar, Una; José Luis torrijo, Ray. Escenografía Monica Boromello.
Diseño de vestuario, Ana López Cobos. Diseño de iluminación, David Picazo. Audiovisuales,
Jaime Dezcallar. Diseño de espacio sonoro, Sandra Vicente (Studio 340).
Coproducción de El Pavón Teatro Kamikaze, XXXIV Festival de Otoño a Primavera
de la Comunidad de Madrid y Calle Cruzada. Dirección de Producción, Jordi Buxó
y Aitor Tejada.
Un exmarine treintañero tiene una relación carnal con una niña de 12
años. Cuando se descubre esta relación se celebra un juicio en el que el hombre
es condenado y pasa varios años en presidio. Sobre el recuerdo de este hecho
real, David Harrower escribió en 2005 Blackbird,
estrenada con éxito en el Festival Internacional de Edimburgo. La actriz Irene
Escolar, quinta generación de la saga de los Caba Alba-Gutíérrez Caba, compró
los derechos para su representación en castellano. La producción a que se
refiere esta reseña fue estrenada en 2017 bajo la dirección de Carlota Ferrer.
En 2013 lo había sido en catalán por el Teatro Lliure de Gracia, en Barcelona.
Considera Carlota Ferrer, directora de escena de esta producción de Blackbird, que a partir de 1955, fecha
de la publicación de la novela Lolita, de Nabokov (sobre la que estos
días se ha desarrollado más de un interesante debate) “el deseo prohibido se convirtió en
un género literario” y se pregunta si es
posible definir los límites del amor. La verdad es que Blackbird plantea más de
una reflexión sobre las relaciones entre un adulto y una menor. La primera es
evidente: la mirada social sobre un asunto así incluye varios aspectos más allá
del legal y el ético. Y los sentimientos, o al menos su percepción por quienes
viven en la realidad un suceso así, pueden llegar a diferir seriamente de las
consideraciones sociales.
Hay en el texto de Blackbird una
reflexión sobre el tiempo, su percepción y consecuencias. El calendario dice
que han pasado quince años, sí, pero el encuentro de Una y Ray es un
viaje a un tiempo anterior, el de su relación. Y aquellos sentimientos que Ray
creía muertos como parte de un pasado condenado al olvido –o simplemente
sepultados por él-, se le revelan como un monstruo sólo dormido. El reencuentro
con Una y la exigencia de explicaciones por parte de ésta despierta a la fiera para
atormentarle. Harrower da así la palabra a la que era adolescente durante la
relación a diferencia de la novela de Nabokov, que sólo expresa el punto de
vista de Humbert Humbert, su protagonista maduro (Lolita está escrita como un relato en primera persona, es el
alegato de defensa de Humbert ante el tribunal). Una, la protagonista, tiene en
Blackbird ocasión de expresar todo lo
que supuso para ella la relación con Ray. Y algo que es casi más importante: de
enfrentarse verbalmente con las consecuencias que desencadenó en su vida el dramático
episodio.
Porque si las palabras de Ray pueden llegar a conmover, su encadenamiento
lógico y la actitud que manifiesta realmente asustan por la duda que despierta:
si volvemos a estar ante la explicación de un verdadero aunque inaceptable amor
o ante la pura y simple defensa de un pedófilo frente a la sociedad y ante sí
mismo. Blackbird es teatro de texto.
Hay dos personajes escritos pero lo que éstos dicen obliga a implicarse al
espectador consciente (por consciencia y sobre todo por conciencia), de tal forma
que el silencio del público acaba por formar parte de esa superposición de dos
monólogos –que no auténtico diálogo- que se desarrolla durante la primera parte
de esta obra.
Este silencio tras algunas frases de los protagonistas fue tan espeso en
la función del sábado 3 en el Rosalía que acabó por ser verdaderamente
estruendoso. Y fue idóneamente aprovechado por los protagonistas, que supieron
prolongar la pausa hasta que el silencio se hizo doloroso, insoportable; de tal
forma que cuando Ray afirma “esto no debería haber sucedido” o cuando Una le
pregunta “¿con cuántas niñas de 12 años te has acostado?” el espectador involucrado
en el transcurrir de la obra no puede por menos de buscar en su interior una
respuesta al drama que para los personajes en escena supone su pasado.
Infructuosamente, claro. No hay respuestas simples ni rápidas para preguntas
tan antiguas y complejas como la vida. No las hay en ese momento y tampoco a lo
largo o al final de la función. Porque no puede haber respuesta capaz de
abarcar el dolor y el sufrimiento que implican tales interrogantes, que se alzan desde el pasado como lo haría un fondo marino cercano a la costa en el que quedan varados los protagonistas.
La interpretación de Irene Escolar y José Luis Torrijo deja traslucir el drama
interior de sus personajes y se ajusta a la perfección a una dirección escénica
que los deja algo abandonados en beneficio de su propio lucimiento. La
expresión gestual y corporal transparenta bastante el sentir de los personajes
y el baile que realizan en un momento de la función, aunque resulta un tanto
forzado, abunda en este sentido. Un punto menos de rigidez en Torrijo y varios más
de proyección de la voz en Escolar –alguien en el público llegó a gritar “no se
oye”- en los pasajes en los que no usa micrófono habrían redondeado su
actuación.
El espacio escénico y las proyecciones parecen cargados -seguramente, demasiado- de simbolismo y
de contrastes. Entre la suciedad del cuartucho de descanso del lugar de trabajo,
siempre invadido de bolsas de basura y restos de comida como imagen de un
presente atormentado. Presente que no es sino el fruto de un pretérito que la
dirección escénica parece idealizar o al menos dulcificar con la maqueta de
ciudad donde transcurre el pasado de los protagonistas. La pelea entre éstos arrojándose
la basura del cuarto de descanso como una necesidad de culpabilizar al otro. Y las
olas de una marea en continuo crecimiento proyectadas sobre los actores durante
el monólogo de Una, como un agua que no lava pero puede llegar a ahogar.
La dirección escénica es muy rica en estos efectos visuales, incluyendo
en este término tanto coreografía y movimiento actores en escena como en lo tocante
a videoproyecciones. Y lo es tanto que a veces roba protagonismo al diálogo de
los personajes hasta tal punto que uno no sabe si Ferrer lo hace para relajar
la tensión inherente al texto –por cierto, un tanto suavizado sobre la versión
original- o es simple y llanamente un exceso de protagonismo por su parte en
una obra que sólo reclama dar facilidades a los actores para decir. Esa
palabra, decir, que tanto significa en este tipo de teatro.
A propósito de las proyecciones es necesario destacar que lo que se ve en
la inicial y final no existe en el
original. Se les podría reconocer un
cierto afán clarificador pero la primera inserta unos detalles innecesarios:
ese ojo morado de Una no sugiere sino que grita la idea de violencia de género y
esa necesidad de beber a escondidas de una petaca habla de un estado cercano a
la desesperación que realmente no se termina de ver en el texto.
Tampoco procede del texto lo que se ve en el vídeo final, con la mujer y
la hija de Ray esperando en el coche, ni el efectismo de la mancha
sanguinolenta en el parabrisas, como probable símbolo final. ¿Él intenta
seguir con su actual vida? ¿Ella ha agotado sus posibilidades de redención? ¿Se
inmola por ello contra la vida de Ray,
haciendo que tenga ya siempre presente esa mancha como recuerdo del pasado?
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