19 febrero, 2018

Perdido en la malla






A Coruña, 20 de enero, Teatro Rosalía Castro. EL PADRE. Texto, Florian Zeller. Dirección y adaptación José Carlos Plaza. REPARTO: Héctor Alterio, Andrés; Ana Labordeta, Ana; Luis Rallo, Pedro; Miguel Hermoso, hombre; Zaira Montes, Laura; María González, mujer. Escenografía e iluminación, Francisco Leal. Vestuario, Juan Sebastián Domínguez. Música, Mariano Díaz. Realización escenografía, Scnik. Jefe de producción, Raúl Fralire. Jefe Técnico, David P. Arnedo. Ayudante de dirección, Jorge Torres. Ayudante de producción, Marco García. 


El padre es el retrato de una pérdida; la de la identidad de su protagonista, enfermo de alzhéimer. El de un viaje por un túnel sin salida, sin luz a su final, entre ráfagas de visión progresivamente desconcertantes para Andrés, su protagonista. La función es un constante choque entre lo que Andrés ve y siente y cómo viven los demás su relación con él. Andrés es un ingeniero ya retirado, acostumbrado a organizar y mandar, que ve amenazado su mundo por el comportamiento, sospechoso para él, de todos los que le rodean: los más cercanos, su hija Ana; Pedro, pareja de Ana; Laura, su enfermera. O un hombre y una mujer que aparecen aquí y allá en su vida.

Cartel de El Padre


Zeller  va tejiendo la malla de desconfianza e incomprensión con las percepciones cambiantes de Andrés y las reacciones de su entorno; aparecen y desaparecen personas, objetos, recuerdos... Andrés cree que su reloj, la brújula que ha ordenado y orientado su vida, ha sido robado por la enfermera que lo cuida en casa. Pero cuando Ana, su hija,  le hace ver que él mismo guarda sus objetos más valiosos, él extiende la malla de recelo hacia ella, desconfiando al pensar cómo sabe ella de ese escondrijo.

El texto de Zeller y la dirección escénica de Plaza suponen una constante búsqueda del equilibrio entre esos dos universos en colisión, confrontando los sentimientos de Andrés -siempre unidireccionales, siempre navegando hacia la nada- como los de Ana, buscando siempre el equilibro entre el deber autoimpuesto por su amor al padre y la busca de su propia felicidad. O al menos, de su propia tranquilidad. Pero siempre dejando esos pequeños cabos sueltos que llenan El padre de un cierto suspense.

Con estos antecedentes, el espectador tiene tres posibilidades: dejarse llevar y reírse con las situaciones divertidas, que las hay; abandonarse hasta la angustia por la tragedia -la pérdida de memoria y de identidad de Andrés-  o la más difícil y fructífera: convertir su asistencia a la función en una vivencia personal, comprender el texto en su más profunda totalidad y tratar de encajar las piezas del puzle y sentirlas como algo propio.

El padre deja un poso de inquietud a quienes se preocupen por la convivencia en una familia en la que haya una persona aquejada del mal de Alzhéimer y resultan inevitables las dudas sobre la conducta a seguir. En primer lugar, para los jóvenes maduros que ven envejecer a sus padres: ¿qué hacer si llega el caso? ¿cómo me preparo para ello? ¿desde qué postura lo afrontaría? ¿primaría su tranquilidad, su bienestar físico y anímico o el derecho a vivir mi vida? Pero las dudas de quienes temen ser víctimas directas de la enfermedad pueden no ser menores que las arriba expresadas: ¿Cómo ordenaría mi vida a partir del diagnóstico? ¿Aseguraría mis cuidados en una institución? ¿Mi situación me lo impedirá? ¿Habrá de soportar  mi familia tal carga? ¿Podrán con ella? ¿Qué podré hacer para evitársela?


Héctor Alterio


Andrés es el centro del pequeño sistema solar de El padre; todo sucede desde él o a través de él y su presencia en escena es casi constante. Es duro representar un personaje así. Pero lo es mucho más , y más difícil, encarnarlo, darle voz y vida de tal forma que al salir el espectador sienta que ha visto moverse y ha oído hablar al personaje, no al actor. Con estas premisas, hay que reconocer que pocos profesionales pueden dar vida a Andrés como lo ha hecho Héctor Alterio a lo largo de las más de 150 representaciones que ha tenido esta producción de El padre en España.

Lo que se pudo ver el sábado 27 de enero en el Teatro Rosalía fue una auténtica clase magistral de interpretación por parte de Alterio. Parece casi imposible hacer vivir al personaje de Andrés más allá de lo que hizo el veterano actor hispano-argentino. Cada palabra suya, cada entonación, fueron un prodigio de expresión de los sentimientos del personaje. Pero, más allá de las palabras, queda para la historia cada uno de sus silencios; sus miradas, esa expresión corporal ingente en cada movimiento y en cada quietud.

Antológica su gestualidad facial y corporal: su cara y quietud marmórea cuando desde la cocina sorprende a otros personajes hablando de él, de su presente y futuro. O ese mínimo gesto de un hombro y de su boca con el que parece querer protegerse ante cualquier palabra ajena inesperada, que él percibe como una andanada de artillería disparada contra el castillo construido con sus rutinas, en el que creía segura su vida, y que va siendo más débil a cada instante de la obra.

Y la mirada. O, mejor dicho,  las miradas: su dureza cuando aún intenta afianzar ante los demás su antigua posición de duro pater familiae; su brillo pícaro cuando trata de mostrarse seductor ante una nueva enfermera… Y su mutación en un verdadero grito de angustia cuando se pierde en la desesperación que supone sentirse incapaz de comprender cuanto sucede a su alrededor.

Héctor Alterio y Ana Labordeta


La actuación de Alterio en El padre es tan brillante que hay que mirar con todos los filtros necesarios para que no eclipse la del resto del elenco. Especialmente la de Ana Labordeta como Ana, personaje al que llena de verdad. Su firmeza y ternura son un verdadero manual de cómo ha de comportarse la familia de un enfermo de alzhéimer. Pero también en su lucha en su busca del equilibrio entre vivir su vida y no abandonar a su padre, frente a ese Pedro, muy bien interpretado por Rallo, del que siempre nos quedará la duda de si su interés por Ana y su progresivo desprecio hacia Andrés no serán más que una mera muestra de egoísmo.

Del resto del reparto cabe destacar la interpretación de Zaira Montes como la voluntariosa Laura y su adaptación a las reacciones de Andrés. Miguel Hermoso y María González defienden más que dignamente sus respectivos roles.

La música de Mariano Díaz tiene una componente obsesivo-repetitiva y un tratamiento armónico y tímbrico que prácticamente la convierte en una fotografía sonora de cómo se desliza y chirría todo en la mente de Andrés. Es una música que quizás sólo pueda comprenderse cabalmente tratando de escucharla con los oídos del personaje, desde su cerebro, haciendo propios su duda y temor permanentes.

La escenografía de Francisco Leal me recuerda esos tableros sobre los que se montan los puzles, sólo visibles cuando, una vez resuelto el rompecabezas, se llevan a enmarcar sus piezas y se convierten en un espacio casi vacío. Como el de la escena final; o como la mente de Andrés: un espacio capaz de reflejar hacia el espectador la última y definitiva luz que ilumina la mente del protagonista: el recuerdo en la escena final de su madre, evocado por una presencia femenina.

Escena final


Resulta  conmovedora la coincidencia con el momento cumbre del texto de Todo el tiempo del mundo, cuando su protagonista libera su mente de todos los fantasmas que la han colonizado, al grito de “¡Mañana nazco!” Y quizás es posible que el viaje de quien sufre una demencia senil como la enfermedad de Alzheimer tenga su estación término en el útero materno que lo cobijó antes de nacer.

Esta emoción final redondea la conmoción que invade al espectador de El padre. Y es una emoción que se hace piedra en el pecho y que en la garganta se convierte en un fuego que sólo se apaga cuando, finalmente, se hace lágrima en los ojos.

DATO FINAL: La representación del sábado 27 de enero fue la última de esta producción. Dio cuenta de ello desde el escenario Ana Labordeta, trasladando el aplauso a todos cuantos han intervenido en ella desde su estreno. En el palco contiguo al que ocupé estaban entre otras personas José Carlos Plaza, Mariano Díaz (autor de la música). La edad de Alterio hizo sentir a más de uno que estábamos viviendo un momento histórico. Pocas veces se tiene ocasión de compartir con parte de quienes han hecho una gran función lo que ésta te hace sentir. Y menos veces aún, lo allí sentido me ha impedido expresar todo lo que la obra –ternura, miedo, esperanza- había removido en mi interior.

Vaya desde estas líneas el agradecimiento a ellos que la emoción –junto al escalofrío de una repentina fiebre bien alta, dicho sea de paso- me impidió expresar.




1 comentario:

  1. Un privilegio haber podido asistir a esta representación. Son excelentes y Alterio un maestro de la interpretación. Un lujo ver reflejada con ese arte la condición humana y poder reflexionar sobre ella con el móvil apagado y los ojos bien abiertos.

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