A Coruña, 17 de septiembre,
Teatro Rosalía Castro. Los pazos de Ulloa,
de Emilia Pardo Bazán. Adaptación, Eduardo
Galán. Dirección, Helena Pimenta. Reparto: Pere Ponce, Don Julián; Marcial Álvarez, Don Pedro el Marqués de Ulloa; Diana
Palazón, Sabel y Rita; Francesc Galcerán, Primitivo
y El Señor de La Lage; Esther Isla, Nucha; David Huertas, el médico. Ayudante de
dirección, Ginés Sánchez. Diseño de escenografía, José
Tomé y Mónica Teijeiro. Diseño de iluminación, Nicolás Fischtel.
Diseño de vestuario, Mónica Teijeiro y José Tomé.
Vestuario, Sastrería Cornejo. Peluquería y maquillaje: Roberto
Palacios Música original y espacio sonoro, Íñigo Lacasa. Equipo de
producción y producción ejecutiva, Secuencia 3. Dirección de
producción, Luis Galán. Coordinación técnica y de construcción, Luis
Bariego. Comunicación y coordinación de producción: Beatriz Tovar. Fotografía. Pedro Gato. Realizaciones Construcción
de escenografía, Luis Bariego / Secuencia3. Diseño Gráfico, Alberto
Valle - Raquel Lobo / Hawork Studio. Administración, Gestoría
Magasaz Transporte, Miguel Ángel Ocaña.
La adaptación de una novela al escenario es tarea siempre comprometida. No es fácil pasar del papel a las tablas, del libro a la acción dramática: normalmente algo se queda en el camino, por lo que convertir la narración en acción teatral es un arduo empeño. La dirección de Helena Pimenta en esta adaptación de Eduardo galán sobre la novela de Emilia Pardo Bazán lo hace posible. Así, aunque el relato de lo sucedido por parte de Don Julián crea inevitablemente interrupciones de la acción, estas están bastante bien resueltas suspendiendo el movimiento del resto de actores y con la ayuda de la iluminación.
La función tiene un cierto aroma valleinclanesco que casi podría parecer inspirado en las Comedias Bárbaras, la trilogía de obras Valle integrada por Águila de blasón (estrenada en 1907), Romance de lobos (1908) y Cara de Plata (1923), bien posteriores a la publicación en 1866 del relato de Pardo Bazán. Pero hay algunos fuertes puntos en común con estas, tales como ese cúmulo de irracionalidad y fuerzas oscuras como el sexo, la sangre -como fluido vital y como linaje- y la crueldad y violencia que caracteriza la trilogía de Valle. Del teatro naturalista conserva la tendencia a una construcción dramática construida sobre la tradición moral e ideológica y gira en torno a un universo configurado sobre la psicología de los personajes y las tramas sociales en las que estos se mueven.
La acción comienza con la llegada a los Pazos de Ulloa de Don
Julián, un joven cura criado en casa del señor de La Laje e hijo de su cocinera
cuyo único posible ascensor social, como el de tantos niños durante siglos, fue
su ingreso en el seminario. Recién ordenado, su primer destino es una curiosa
mezcla de capellán y administrador al servicio de Don Pedro -sobrino del señor
de la Laje-.
El choque con la realidad es brutal: el entretenimiento de Don
Pedro y de Primitivo, capataz y compañero de caza de este, es emborrachar a
Perucho, un niño de cinco años hijo de Sabel, una criada de la casa. Una
crueldad inaceptable para él ante la que su espíritu pusilánime le impide
reaccionar con la fortaleza que desearía, para acabar –casi empezar- cediendo y
también ebrio.
Nuevos descubrimientos le llevan a tratar de convencer a su
señor –que no otra cosa es Don pedro para él- de que viaje a Santiago para
elegir esposa entre sus dos primas. El señor acepta pero, aunque modera algo la
brutalidad agreste de sus modales en el campo, traslada a la ciudad y a la
relación con sus primas todo su machismo, lascivia y desprecio por las mujeres.
A partir de este planteamiento, se desarrolla un gran trabajo de caracteres en
la actuación de los actores del reparto.
Marcial Álvarez compone un Don Pedro con un genuino carácter de
cacique rural solo preocupado de satisfacer sus instintos carnales y
cinegéticos, con mano y escopeta siempre listas para la agresión y la caza. Su
estancia en Santiago no es sin una transposición a la ciudad de su vida rural,
traducida aquí en sus juegos con ambas primas, sus devaneos con Rita y su
decisión final de casarse con Nucha. Que al fin y al cabo, en cuestión de
mujeres, para un cacique rural con
ínfulas de patriarca, una cosa es lo que
a uno le gusta para entretenerse y otra bien distinta la mujer que le conviene
como cabeza de familia preocupado por asegurar su tranquilidad y descendencia.
Pere Ponce es Don Julián: inepto a la hora de aclarar las
cuentas de los Pazos y desenredar la madeja tejida por Primitivo, es apocado e
incapaz de luchar con un mínimo de fuerza por sus convicciones más allá de una
tímida protesta ante las blasfemias de su señor. Y solo al final tiene un
momento de decisión para defender a su amada Nucha de las calumnias de Don
Pedro; pero débilmente y sin ningún resultado.
Diana Palazón desarrolla un no del todo doble papel: la Sabel de los Pazos, concubina de su señor y madre del hijo no reconocido de este, es descaradamente sensual y provocadora ante cualquier hombre que se le cruce por delante, incluido el curita de casa. La Rita de Santiago es su versión urbana, de carácter alegre y juguetón, más sutilmente provocadora y, en opinión de su primo, “casquivana y de una belleza lujuriosa”.
“La señorita Nucha es un ángel”, sentencia su platónico enamorado Don Julián en su afán de casar a Don Pedro y llevarla a los Pazos. Esther Isla compone muy bien este papel, desde la puritana y algo mojigata señorita de Santiago hacia su despertar a su cruel realidad como señora rural. Hay tres fases en este cambio: Nucha se ve primero sorprendida ante los descubrimientos que hace en los Pazos; luego, ante “su fracaso” en dar a su marido un descendiente varón -“un Moscoso que perpetúe el apellido” es la gran aspiración de Don Pedro- y el abandono y progresivo maltrato de su marido, se siente progresivamente dolorida y despreciada.
Finalmente, se convierte en una mujer que lucha por su dignidad
y es capaz de reunir las fuerzas necesarias para intentar la huida de la cárcel
en que se ha convertido el que había de ser su hogar. Una manifestación del
protofeminismo de Pardo Bazán, insuficiente para soslayar la realidad social
del momento y para evitar el deterioro final de su vida, convertida
prácticamente en una reclusión perpetua en los Pazos.
Idónea diferenciación de papeles en la actuación de Francesc
Galcerán: como Primitivo, se aprovecha de la situación de su hija, es cruel con
su nieto y corrupto con las cuentas. Como mano derecha de Don Pedro, es el
cacique efectivo por su influencia sobre los campesinos –siempre dependientes de
que él les dé algún trabajo- lo que nos deparará una sorpresa casi al final de
la obra. En el papel de Señor de La Laje, es un arquetípico señor decimonónico de
ciudad solo preocupado de sus rentas y de sus relaciones sociales, cuya más
importante preocupación en esos momentos es buscar marido a sus hijas casaderas.
David Huertas da sobradamente bien el carácter de un médico
rural que está de vuelta tras el desencanto producido por el desempeño de sus
funciones como tal. De ideología liberal, es un auténtico comecuras –genial, la frase “los pájaros de pluma negra
vuelan hacia atrás”- con una notable dosis de habilidad política (y hasta aquí
puedo leer, que diría Mayra Gómez Kemp –ni querría destripar nada). Bien
resuelto, especialmente por la actuación de Ponce, el “personaje ausente” de
Perucho, el hijo de Don Pedro con Sabel.
La escenografía es sencilla y funcional: con apenas un par de cambios de atrezo facilita el cambio de ambientes y provoca que el movimiento de actores sugiera a la perfección las diferentes estancias de la casa de Santiago y las de los pazos. El vestuario es muy acertado y marca adecuadamente la diferencia del ambiente rural al urbano. Finalmente, la Iluminación y las proyecciones favorecen la distinción de cada uno de los ambientes y e ilustran bien las situaciones.
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