29.11.2017,
A Coruña, Teatro Rosalía Castro. La ternura. Texto y dirección, Alfredo
Sanzol. Reparto: Paco Déniz, El Leñador Verdemar; Elena González, La Reina Esmeralda; Natalia
Hernández, La Princesa Salmón; Javier Lara, El Leñador Azulcielo; Juan Antonio Lumbreras El Leñador Marrón; Eva Trancón, La Princesa Rubí. Espacio escénico y
vestuario,Alejandro Andújar. Iluminación, Pedro Yagüe, Director técnico /
Iluminación, Juan Luis Moreno. Producción, Teatro de la Ciudad. Coproducción,
Teatro de La Abadía.
“La Ternura en una comedia romántica de aventuras en las que intento
contar que no nos podemos proteger del dolor que produce el amor.Que si
queremos amar nos tenemos que arrriesgar a sufrir. Y que tampoco los padres
pueden proteger a los hijos del sufrimiento de la vida porque eso pone en
peligro la vivencia de una vida plena” (Alfredo Sanzol).
Esta sencillas
palabras del autor resumen la esencia de La
ternura; una obra inspirada en las comedias de Shakespeare a las que Sanzol
alude, cita o menciona a lo largo del texto. Una comedia de aire isabelino,
pues, en la que Sanzol permanece fiel al tema que tanto nos impactó en La
respiración, comedia por la que ha recibido el último Premio
Nacional de Literatura Dramática. Es decir, el amor y sus consecuencias.
Aunque sería más
preciso hablar de las consecuencias del desamor. Porque no es otra cosa el
mensaje que Sanzol emite para quien quiera captarlo, a través de la antena
reemisora-amplificadora del espacio, escénico con destino a quien quisiera escucharlo entonces o quiera
hacerlo ahora. Y si La respiración era, en sus
propias palabras, “un regalo” para
cuantos de alguna manera se hayan visto tocados por el amor”; o para quien
tuviera “el pabellón de la autoestima en lo más alto gracias al amor” o “en lo
más bajo gracias al amor”, La
Ternura, tambien según
Sanzol, “es un regalo para todos aquellos que andan en su busca”. En
definitiva, una obra que
reivindica esa necesidad de amar y ser amado que es inherente a la condición
misma del ser humano.
Lo que con otras palabras plasma Ramón Sampedro (Porto do Son, 1943
-Boiro, 1998) en ¿Volveremos a
vernos?, uno de los poemas de su Libro Cuando
yo caiga [1].
“Porque
llevamos grabado en la memoria
un
mensaje irrefrenable de sentirnos poseídos y poseer”.
Es decir, exactamente, lo que se niegan a reconocer los personajes
“mayores” de La ternura: que ésta (el
amor) es una necesidad completamente humana.
La Reina Esmeralda y el Leñador Marrón han sufrido terribles
experiencias amorosas y esto los ha llevado en algún momento a intentar aislar
a sus descendientes (varones los de él, mujeres las de ella) de cualquier
contacto con el sexo “enemigo”. No opuesto ni contrario, ni mucho menos
complementario. No, no: enemigo.
Lara, Lumbreras y Déniz |
Él se fue hace años con sus hijos a vivir a una isla
despoblada, tratando de evitarles cualquier contacto con las mujeres, de las
que hace una descripción capaz de espantar al más bragado, tanto por su
supuesto aspecto terrorífico como por lo que él considera insoportable carácter
e incomprensible modo de actuar.
Ella, “reina y un poco maga”, aprovecha el viaje junto a sus hijas en la Grande y
Felicísima Armada [2] para
librarlas de una vez por todas de la influencia y hasta de cualquier presencia
humana masculina. También narra como horrible su experiencia con los varones,
si bien sus palabras hacen más una síntesis de la situación de abuso y
menosprecio sufridos de continuo que, como hace el Leñador Marrón, un dibujo de
horrores físicos o extraños comportamientos.
Esmeralda viaja en la Armada
“Invencible” con sus hijas para que éstas formen parte de un arreglo político
posterior a la prevista batalla, algo que formaba parte de los usos políticos
del momento y que Esmeralda resume en una frase lapidaria:
“La guerra da el relevo a la política y no sé cual de las dos es
responsable de más víctimas”.
El plan maestro de Esmeralda
es pronunciar un conjuro que hará hundir la Arnada y transportarñá a ella y a
sus hijas a una isla deshabitada y desconocida por los varones, la habitada por
los tres leñadores, naturalmente, a partir de lo cual la función se convierte
en un continuum de situaciones y
diálogos de la mejor estirpe cómica.
Hernández, González y Hernández |
La función es un grande
y divertidísimo homenaje a Shakespeare. La mención explícita en el texto a sus
comedias y continuas citas de sus textos salpimentan el texto para darle una magnífica
sazón de comedia isabelina. A lo largo de la representación se suceden
sonrisas, risas y carcajadas casi sin parar y a su fin el público sale con esa
sonrisa floja y esa mirada brillante que permitiría calificarla de obra
divertida incluso a quien no hubiera asistido a ella.
El espacio diseñado
por Alejandro Andújar es de gran sencillez: apenas unos tocones de árbol y unas
pocas y sencillas herramientas como atrezzo
y unos telones colgados en el fondo, dotados éstos de unas aberturas que
permiten la entrada y salida de escena de los actores. Algo que da alas a la
imaginación del espectador: barco, cueva, bosque o volcán son algunos de los
ámbitos en que se desarrolla la trama y facilita una coreografía idónea para la
comedia.
Cena en la cueva de los leñadores |
Todo ello permite a
Sanzol desarrollar su espléndida dirección de actores, perfilando cuatro caracteres
bien diversos en los hijos y una moneda -que como todas tiene anverso y
reverso- con los de sus progenitores. Y que es, claro está, una misma pieza
acuñada con los mismos, opuestos y dolorosos troqueles.
Porque estos
personajes son tan shakespearianos como actuales y son aquello precisamente por
ser también esto. Me explico: si hay algo que a mi modo de ver caracteriza a
Shakespeare es precisamente el retrato de los caracteres de sus personajes como
seres humanos. Y los seis de la ternura
–aun situándolos en una comedia con lenguaje y situaciones asimilables a
finales del siglo XVI- son, por sus preocupaciones y personalidad,
perfectamente asumibles como de este primer cuarto del XXI.
Valga como excelente
muestra de lo arriba escrito, el monólogo de la Reina Esmeralda al despertar a
sus hijas en el buque que las transporta a Inglaterra (para que sus matrimonios
de conveniencia sirvan a los intereses de Estado de su tío Felipe II). Todo un
manifiesto feminista de perfecta actualidad del que entresaco una frase que
puede resumir el carácter y origen del personaje:
“Somos usadas como moneda de cambio. Hasta hoy la resignación era el
campo sobre el que derramaba mis lágrimas, y en él han crecido la ira y el
rencor”.
En el mismo monólogo,
Esmeralda describe a sus hijas sus intenciones para resolver positiva y
favorablemente el futuro de las tres:
“Mi plan es éste: ordenar la tempestad que hunda esta Armada para
libraros del fatal destino que el rey desea para vosotras. Voy a ganar vuestra
libertad haciendo que el rey pierda su Gran Armada”.
Deseo ambivalente y
sólo cumplido en su parte más negativa, a partir del cual, del despiste en la
provisión de alimentos y del larguísimo inventario de comestibles que se
quedaron en el barco, la frase “tengo un plan” desatará la risa del público.
Mientras, en la isla
supuestamente desierta, Marrón canta las alabanzas de su vida sin mujeres contando
a sus hijos el alivio de su ausencia:
“Nadie ha querido cambiar nuestro carácter, ni nadie ha querido que
adivináramos sus pensamientos. Nos hemos dormido en mitad de una conversación
importante sin sufrir castigo por ello...
A partir de ahí, el
enredo de situaciones, la magia manipuladora de una frente a la sencillez
rayana en simpleza de los otros y los
equívocos de todo tipo, incluidos los de identidad del sexo de los personajes femeninos, se suceden sin parar durante dos horas largas que se
hacen bien cortas. Ese oxímoron temporal que, en las artes escénicas, sólo los
grandes logran resolver a su favor y al del público.
Ellas, defendiéndose como soldados |
La actuación -ese producto
del trabajo conjunto de actores y director- es absolutamente redonda y coral,
como su merecido éxito. La Reina Esmeralda de Elena González bascula entre su
misantropía y sus planes fallidos, hasta el punto de que desde la primera o la segunda
vez que dice “tengo un plan” el público anticipa las risas. Su acctuación tiene
la mejor comicidad, esa que se logra desde la más severa seriedad en voz y
gesto.
Su contraste es el
Leñador Marrón de Juan Antonio Lumbreras, que goza su retiro de la feminidad
desde la más absoluta sencillez pero es capaz de hurtar un importante secreto al
conocimiento de sus hijos. El enfrentamiento final entre ambos “mayores”, por
cierto, queda un tanto abierto a la intepretación del espectador, dejando el positivo
sabor que en el teatro puede dejar lo indefinido.
Enfrentamiento final entre Esmeralda y Marrón |
Hay un momento, hacia
el final del nudo de la comedia, en el que la actuación conjunta –nunca mejor
dicho y, como decía Mayra, “hasta aquí puedo leer...”- de González y Déniz
adquiere niveles del más alto virtuosismo al servicio del texto. En su
excelencia actoral llegan incluso a confundir al espectador más avisado.
Los cuatro hijos dan
verdadera vida a sus personajes: El Leñador Verdemar de Paco Déniz enfrenta su
sencilla y casi tierna rudeza al espíritu más delicado de su hermano Azulcielo.
Éste, representado por Javier Lara en un delicioso contraste entre físico y
carácter, expresa dudas e inquietudes que, seguramente, son tanto o más
deudoras de Hamlet que de las comedias aquí homenajeadas.
Los hijos bajo el manto mágico |
Las princesas tienen
también su punto de contraste. La Rubí de Trancón muestra una especie de
“soltería a su pesar”, talante que expone bien a las claras al inicio de la
obra, cuando replica a su madre:
“La isla es preciosa, madre, pero tengo más de
cuarenta años. La fortuna con los hombres nunca me ha acompañado. Aunque lo
deteste, deja que acabe mis días junto al Conde de Lancaster”.
Esta soltería no
exactamente voluntaria habrá de hacerle sucumbir a los designios de la
naturaleza frente a los maternos.
La Princesa Salmón de
Natalia Hernández es, en cambio, un portento de verdadera y serena ingenuidad pero
no duda en el uso de tretas para su acercamiento a Azulcielo antes del
desenlace. Éste -que se vuelve completamente frenético- es provocado, cómo no, por
la realización siempre chapucera de “un plan” de Esmeralda. Lo que provoca,
como era de justicia esperar, que la interminable carcajada del público que lo
acompaña y subraya se resuelva sin solución de continuidad en una ovación
larguísima ovación cuajada de gritos de ¡bravo!.
A los que desde aquí
me uno con entusiasmo.
[1] Cuando yo caiga (Edicións Xerais, 1998)
[2] Nombre real de la
flota más conocida como Armada Invencible, hundida por un temporal en 1588
cuando trataba de destronar a Isabel I de Inglaterrra, como respuesta de Felipe
II de España a la ejecución de María Estuardo.
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