A Coruña, 25 de octubre, Palacio de la Ópera. Orquesta Sinfónica de Galicia. Anna Rakitina, directora; Johannes Moser, violonchelo. Programa: Detlev Glanert, Concierto para violonchelo y orquesta (estreno en España); Píotr Ílich Chaikovski, Sinfonía nº 5 en mi menor, op. 64
El Concierto para violonchelo de Glanert es una
obra llena de dramatismo que apenas concede unos cuantos momentos de deszcanso
al oyente. También tiene pasajes de claro lirismo y está lleno de contrastes
dinámicos más bruscos que derivados de una lógica académica o simplemente
esperables. El chelo solista es su protagonista absoluto, con enormes
requerimientos técnicos y emocionales que tienen su correspondencia en
las partes para las distintas secciones de la orquesta.
Las líneas que siguen son una transcripción de las
notas tomadas con destino a este texto, prácticamente una descripción apenas
comentada del Concierto de Glanert.
La obra se inicia con el sonido de un golpe oscuro de
la orquesta y entra, también oscuro, el chelo, en un canto tranquilo, pero algo
apasionado. Un rápido crescendo, chelo más decidido y sigue un
diálogo chelo-orquesta, que desemboca en un clímax. Todo cae bruscamente y suena
un solo muy sentido chelo, que acaba en diálogo con el violín de la concertino
invitada, Raquel Areal, tocado con gran sentimiento también por esta. El chelo
sube a la tesitura del violín y se funden en un precioso unísono que penetra en
el alma como una daga de paz.
Sigue la orquesta en pequeños motivos, chelo continúa
en registro medio, se produce un tutti en forte. Canta el chelo
sobre el arpa, muy en paz. Luego, una serie de falsos armónicos del chelo con base
de la celesta en dulces disonancias (precioso), se resuelve en una cadenza
bastante movida, muy expresiva y muy bien expresada y sentida por Moser.
Finaliza esta en un espléndido y brillantísimo trino en bariolage (alternando
dos notas contiguas en dos cuerdas frotadas en movimientos alternativos del
arco).
Todo se calma y entra la orquesta, otra vez en breves motivos,
que dan paso a un tutti muy marcial en forte. Apiana el conjunto,
conservando el aire marcial como introducción a un nuevo solo del chelo. La
vuelta de la orquesta revela una fuerte influencia shostakivichiana, declarada
en el carácter de la percusión y la incisiva presencia el flautín.
Moser demostró en muchas secciones del concierto su
virtuosismo, tanto técnico como expresivo. De manera aún más destacada en este pasaje
en el que prodigó [lo que anoté como] “imposibles en sobreagudos hiperrápidos”
para pasar a un canto bastante lírico también en el registro agudo. Y todo
ello, tanto aquí como a lo largo de todo el concierto, dándole sentido con su
enorme musicalidad.
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Johannes Moser |
Otra cadenza tocada con gran sentimiento y
preciosas disonancias a la que se va incorporando lejano y misterioso el timbal.
Bravo por Fernando Llopis, que resolvió con soltura y musicalidad pasajes de un
virtuosismo exigentísimo a lo largo de la obra. La orquesta también se va
uniendo en pianissimo y todo crece poco a poco hasta un nuevo y brusco fortissimo
que cae de forma abrupta, una vez más, dejando al chelo sin más compañía que
los clarinetes y lejanos ecos de diversos instrumentos.
Esta técnica -o, tal vez, mero recurso- es utilizado
tantas veces por Glanert a lo largo de todo el concierto, que se convierte casi
en un latiguillo expresivo de su música. Al final, las campanas suenan como en
una alarma y la orquesta expresa un breve episodio con el mismo carácter, que
se dulcifica junto a chelo, corno inglés, flautas, clarinetes y arpa).
Un nuevo y último dúo con la concertino sirve de
bálsamo y merecido descanso al chelo, que va cayendo al registro más grave y a
un pianissimo de máxima sutileza. Una nota final del arpa pone sereno
fin a la obra. Solo quedaba suspirar hondo; que aún faltaba la Quinta de
Chaikovski.
Y llegó. La Quinta. La del ruso que bien podría
haber hecho suyo, cambiando tan solo el apellido, el título del mayor laudista
inglés del Renacimiento y, por tanto, casi de todos los tiempos: Semper
Dowland, Semper dolens.
Es difícil decir algo nuevo en obras bien conocidas
por el público, ¿pero hace realmente falta? Quizás decirlo todo clara y
fielmente tal como indica el autor en la partitura es más que suficiente; del
resto, de la emoción, se encarga Chaikovski, tan despreciado por parte de la
crítica del siglo XX precisamente por eso. Una actitud quizás un tanto pedante,
por no decir esnob, pues al fin y a la postre es precisamente la emoción la
materia con la que se construye la música.
Rakitina atacó su Andante introductorio con un tempo
bastante lento y alguna ligera imprecisión en los primeros acordes. Ya en esta
introducción demostró un gran control del sonido en dinámica y timbre, con una
forma muy lograda de dirigir aquella al logro de este. El Scherzo empezó
sereno y creciendo muy adecuadamente.
El clímax resulto algo desequilibrado en detrimento de
la cuerda, si bien inmediatamente después Rakitina hizo oír cada instrumento,
cada detalle con una transparente claridad que solo logran los grandes. Respecto
a este desequilibrio, quizás convenga decir que hubo bastantes momentos de no
mucho empaste en los metales. Estuvieron algo destemplados y muchas veces faltos
de esa unidad en la calidad del sonido que los caracterizaba y que continúa en
las trompas.
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Anna Rakitina |
Desde lo hondo
Como en el Salmo 129, “Desde lo hondo a Ti clamo,
Señor” surgieron los acordes de la cuerda al inicio del Andante cantabile,
con alcuna licenza. El solo de trompa -famoso hasta el límite de lo manido y
a veces indignamente utilizado- manó tan brillante como serena y luminosamente doloroso
de la trompa de la nueva solista, Marta Isabella Montes Sanz. Fue bien
contestado desde las sombras de lo hondo del clarinete de Iván Marín.
Aportó la luz el oboe de David Villa, cantando el
segundo tema, que da principio al Allego con anima, en un diálogo con la
trompa pleno de sentido y sentimiento. El canto de los chelos fue como el mejor
y más hermoso papel en el que estampar su grabado Villa, Marín y, desde su fagot,
Steve Harriswangler. Volvieron a sonar como en los mejores momentos la cuerda y
las maderas, el tutti volvió por
sus caminos y, tras el clímax, destacó un rittardando de las
cuerdas. El segundo clímax, tan restallante, pareció traernos el recuerdo de
los sufrimientos casi perpetuos de Chaikovski. El final del movimiento, casi
suspirado, apenas susurrado, restituyó la paz.
Siempre que escucho el tercer movimiento de esta gran
sinfonía recuerdo una frase oída sobre los valses de Chopin, según la cual
“solo deberían ser bailados por marquesas polacas”. En esta línea de
pensamiento, este Valse que estructura el tercer movimiento de la Quinta
de Chaikovski solo podría ser danzado por grandes duquesas rusas. Y sobre jirones
de niebla sobre nieve recién caída; así me pareció al menos, al escuchar la
claridad y elegancia con que lo atacó Rakitina y una entregadísima OSG.
Y, en el segundo tema, una elasticidad rítmica tan
llena de lógica danzante y chaikovskiana que apenas se apreciaban los cambios
de tempo. El segundo tema sonó lleno de elegante gracia rítmica; en uno
y otro, los solistas mostraron su gran calidad técnica y artística.
En el Andante maestoso que abre el cuarto
movimiento la Sinfónica mostró unas cuerdas como renacidas, con gran empaste y
con un sonido redondo y poderoso compartido con las trompas. Rakitina, que tan
claramente marca el tempo con la batuta como matizadamente modula el
carácter con su mano y brazo izquierdos, dio la razón anticipada a una
aficionada que a la salida le auguraba un futuro “entre los grandes”. Imposible
mejor resumen de su actuación del viernes en A Coruña.
Y en el Allegro vivace final, naturalmente, se
desencadenó tormenta: luz de relámpagos y viento en el flautín de Juan Ibáñez y
los violines; truenos en cuerdas y timbales y sol en las trompas. Su “falso
final” fue de tal brillantez y rotundidad, que me hizo temer lo peor. Pero no:
A Coruña sabe y ya van muchos años sin aplausos intempestivos antes de la coda.
Ça marche...
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Orquesta Sinfónica de Galicia |
Un concierto de los que levantan la moral del
aficionado y el melómano y hace concebir esperanzas de un renacimiento
floreciente desde lo hondo… siempre que haya la voluntad política y el acierto
de gestión que lo impulsen. Esperemos.
Que, como dice otro pasaje del salmo citado más arriba, “Mi alma espera en el Señor, mi alma espera en su palabra; mi alma espera al Señor más que el centinela a la aurora”. Pues eso, amén; que quiere decir ¡así sea!