A Coruña, 06.05.2017.
Teatro Rosalía Castro. Una hora en la vida de Stefan
Zweig, de Antonio Tabares. Dirección, Sergi Belbel. Reparto: Roberto Quintana (Stefan Zweig); Celia
Vioque (Lotte Altmann); Íñigo Núñez (Samuel Fridman). Dirección, Sergi Belbel. Escenografía: Max Glaenzel. Vestuario: Carmen de Giles. Iluminación: Guillermo
Jiménez. Sonido: Jordi Bonet. Diseño gráfico: Ana Ropa.
Ayudante de dirección: Antonio Calvo. Producción: Sala
Beckett/Obrador Internacional de Dramatúrgia, Excéntrica Producciones, Una hora
menos. Producción ejecutiva: Teresa Velázquez, Rafael Herrera.
(No
se entregó ninguna información en la función del sábado 6, por lo que esta
ficha está basada sólo en informaciones obtenidas en Internet).
Zweig y Altmann |
Vivimos en una
sociedad hipócrita que hace pervivir toda clase de tabúes. Seguramente, es el
suicidio el mayor de todos y es juzgado tradicionalmente –y desde luego es la
tradición la que lo mantiene en esa categoría de lo innombrable- como la mayor
cobardía o la más épica heroicidad. Porque es lo que tienen los tabúes: que no hay término medio respecto de ellos. Se entiende y hasta se glorifica el gesto del soldado que se lanza
contra el enemigo aun sabiendo que va a una muerte segura. Pero la sociedad,
nuestra sociedad, no admite que hay personas que, por muy diferentes causas, no
pueden, no saben o sencillamente no quieren seguir viviendo.
Tal vez por eso, una
obra como Una hora en la vida de Stefan
Zweig se ve con real incomodidad por la mayoría de los espectadores. Esa
mayoría que va al teatro en busca de un entretenimiento que les permita
evadirse durante una o dos horas. Esos espectadores que una vez terminada la
función aplauden educada pero algo fríamente, saliendo luego del teatro en un
incómodo silencio. Hasta que a alguno de sus compañeros de butaca inicia una
charla de contenido ligero o cotidiano que los libera de la tensión sufrida, que
esta sociedad tiene la piel muy delicada.
Zweig y Altmann |
Y si es ciertamente
difícil entender las razones acumuladas o las emociones precipitadas que llevan
a una persona a tomar esa decisión y llevarla a cabo, la de un doble suicidio
como el de Stefan Zweig y Lotte Altmann se hace aún más incomprensible. Porque,
por su personalidad como intelectual, cualquiera puede entender las razones que
el escritor alemán enumera en su nota de suicidio que lee cuidadosamente su
compañera. Especialmente si se admite que, como dice el personaje de Zweig, “la muerte
es la última puerta hacia la libertad”.
Pero no es tan fácil
entender que las tenga ella, Lotte Altmann. La erótica del poder –posiblemente,
de ese “poder moral” sobre cuya existencia se discute en el texto- ha ejercido
sobre ella una fuerza gravitacional que hace que su vida orbite alrededor de
Zweig. Siente por él algo que es más adoración que admiración como secretaria
devenida en compañera vital del escritor; y eso, sólo eso, nos permite
vislumbrar los motivos de su decisión. Porque ella comprende, aun sin hacerlas
realmente suyas, las razones de Zweig; pero su vida sin él estaría tan vacía
que siente el vértigo de asomarse a un vacío existencial absoluto y ese vértigo
la absorbe como un agujero negro del que, una vez traspasado el horizonte
de sucesos, es imposible escapar.
Representación de un agujero negro |
Hasta aquí, lo que iba
a ser el final para la pareja; un final tan sereno como la escena que el
espectador puede contemplar desde que se abren las puertas del teatro. Un
amplio salón-estudio bien amueblado en el que los protagonistas, Roberto
Quintana y Celia Vioque, repasan y ordenan papeles en silencio. Pero llega
él.
Un extraño personaje, Samuel
Fridman, es la clave del arco sobre el que Antonio Tabares construye la obra.
Lo que iba a ser un aburrido suicidio -por ingesta de veneno en cama de
matrimonio- de una asimétrica pareja muy lejos de su país se ve interrumpido
por su presencia. Sólo la extrema cortesía de Zweig –que muchos espectadores,
sobre todo jóvenes, pueden llegar a ver tan forzada como trasnochada- permite a
éste perturbar tan supremo y tedioso momento.
A partir de la entrada
en escena de Fridman, todo se trastoca. Las palabras del personaje perturban a
la pareja. Sus verdades y mentiras se hacen difíciles, casi imposibles, de
distinguir. El
coleccionismo de Zweig es el hilo del que hay que tirar para comprender
que el camino entre razones y sentimientos es de ida y vuelta y tiene principio
y final en sus dos extremos. Como bien sabe Lotte, capaz de dar un giro de 180º
a la situación cuando ésta llega a su máxima tensión.
Fridman |
La dirección de Sergi
Belbel resalta de forma exccesiva la serenidad de la situación
inicial y sólo el actor que interpreta a Fridman evita –perdónenme el palabro-
el emocionograma plano. Algo que sucedería si consideráramos solamente la
actuación de Quintana y -en un grado ligeramente menor en este sentido- la de
Vioque.
La función proviene de
un montaje de proximidad y el escenario del Rosalía es, más que probablemente, demasiado
grande para o ese salón-estudio en el que todo sucede. Las distancias entre
muebles y el “horror vacui” que a tantos directores les produce un escenario
grande pudieran ser la causa del gran número de lámparas de pantalla repartidas
por todo el escenario ¡incluida una de sobremesa en el suelo!
Una hora en la vida de Stefan Zweig- es teatro de texto puro y duro y Altmann
pronuncia una frase que resume la esencia de su contenido: “Podía habernos
matado”. Esa reacción del personaje recuerda un curioso y enfermizo afán de las
autoridades carcelarias de los EE.UU. en sus filmes: mantener con vida a los
condenados a muerte hasta la fecha de la ejecución, no vaya a ser que al reo le
vaya a dar por suicidares ¡o fallecer de muerte natural!
Como si alguien
tuviera derecho a acabar con una vida ajena. Ni a prolongarla contra la
voluntad del interesado. Pero esto ya es otra cuestión. Y otra
función.
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