12 noviembre, 2017

Y el tiempo se hizo carne...





A Coruña, 04.09.2017. Teatro Rosalía Castro. Todo el tiempo del Mundo. Texto y dirección, Pablo Messiez. Reparto: Amanda Recacha; Rebeca Hernando; Óscar Velado, primer visitante; María Morales, Nené; Íñigo Rodríguez-Claro, Flores; José Juan Rodríguez, novio; Mikele Urroz, jipi. Luces, Paloma Parra. Escenografía y vestuario, Elisa Sanz. Construcción de decorados, Mambo. Ayudante de dirección, Javier L. Patiño. Producción, Buxman Producciones y Kamikaze Producciones. Produccción ejecutiva, Pablo Ramos Escola. Dirección de Producción, Jordi Buxó y Aitor Tejada.



Íñigo Rodríguez-Claro, Flores

...y habitó en su cabeza. Sin saber cómo ni por qué, el bueno del señor Flores, un arquetípico zapatero de señoras, recibe visitas tan insólitas como inquietantes: una jipi [1] que canta acompañándose con su guitarra mientras él atiende a unas estúpidas clientas; cuando cierra la tienda, un hombre empapado le recuerda la agonía de su abuela y le fuerza a regalarle unos zapatos –de señora, claro- con los que calzarse tras la mojadura. Cuando pregunta a Flores por sus prisas en cerrar, se las reprocha espetándole un “si no lo sabe, no le esperan” y el mundo del zapatero se convierte en un agujero negro que se traga su apacible vida tras su “horizonte de sucesos”.

Dicen los físicos que la materia ni se crea ni se destruye. Y me gustaría saber que lo mismo sucede con aquélla, sea cual sea, de la que estén hechos los sueños . Y la memoria: cuando Nené -su dependienta, que nunca presencia las visitas- achaca las supuestas visitas al cansancio, Flores se pregunta “adónde va todo eso que ha pasado y nadie recuerda”. Intenta profundizar en la naturaleza y significado de esa primera visita fantasma pero éstas se multiplican en noches sucesivas.


Í. Rdguez-Claro, J.J. Rodríguez, A. Recacha, M. Urroz y R. Hernando


Y van apareciendo una mujer embarazadísima que lo trata con confianza y un cariño teñido de una cierta autoridad; una pareja con sus vestimentas de novios -y una dificultad de comunicación tan larga como el velo del traje de ella- y la chica jipi, que vuelve y le llena de reproches...

Dicen que un agujero negro devuelve todo lo que se traga pero lo hace en una dimensión desconocida. Dicen. Porque nadie ha vuelto de un agujero negro, claro; como no se vuelve de la muerte. Ni de una demencia senil. El que se abre ante Flores tras la primera visita también le devolverá todo: como recuerdos más vívidos; como presentimientos transformados en realidad al alcance de la mano: quizás la realidad de toda su vida anterior. No se llega a saber y no nos hace falta saberlo. Porque lo que ocurre no es en la realidad sino en otro plano de la consciencia

M. Urroz y R. Hernando


Ésta desfila ante el espectador como verdaderas analepsis –o flashbacks, si prefieren el anglicismo- que van encajando como un rompecabezas. En Flores, literalmente: porque todas esas vivencias dolorosas rompen todos sus esquemas vitales y mentales presentes; porque, consciente o inconscientemente, había desterrado de su cerebro aquellas experiencias. Y había pasado tanto tiempo desde que las había expulsado de su vida, que en su cabeza no había sitio para ellas y se la rompen al tratar de encajarlas cuando vuelven. Pero el lenguaje de Messiez actúa como un lubrificante poético que permite al espectador hacerse la ilusión de que todo se asimila; también en el escenario.

Aunque tal vez, lo que recibe al otro lado de ese agujero negro de sus intempestivas visitas es otra realidad paralela: la de un futuro bien vacilante y confuso porque se une con su pasado. Es posible que el final de un proceso de pérdida de la memoria desemboque en un instante de absoluta lucidez, de total abandono a la propia suerte, de un renacer ante el que cualquiera sentiría la necesidad de gritar al mundo las dos palabras que constituyen la cima de texto y acción en Todo el tiempo del Mundo: “¡Mañana  - _ - - _ !”, que no completo para no destripar la obra a quien no la haya visto.

El lenguaje de Messiez dota a Todo el tiempo del Mundo de un clima entre onírico y poético. Los encuentros con sus visitantes van evolucionando de la extrañeza y el rechazo más absolutos a la idealización desiderativa. En este sentido, hay una frase al finalizar la obra (“Si todo el tiempo del mundo se juntara en un instante, si todos estuviéramos juntos...”) totalmente paralela en significado a la del final de Incendios, de Wajdi Mouawad. Y es que, a la postre, una vida no es sino una sucesión de recuerdos; y cuando éstos desaparecen aquélla se esfuma como la nieve carbónica entre las manos.

Vista general del decorado con Morales y Rodríguez-Claro


La función se desarrolla en un solo, preciso y precioso decorado de Elisa Sanz, responsable también de un vestuario plenamente ambientado en la época en que el abuelo de Pablo Messiez regentaba una zapatería de su propiedad. Su diseño, además de ambientar a la perfección el desarrollo de la obra, favorece un ágil movimiento de los actores y las posiblidades de expresión corporal de éstos. La iluminación de Paloma Parra enmarca y ambienta idóneamente cada clima de la obra.

Íñigo Rodríguez-Claro es Flores, el zapatero, personaje siempre presente en escena y con un largo recorrido emocional. En él, pasa por la corrección algo envarada de casi todo buen comerciante-tendero; por el rechazo teñido de temor a esa realidad que le muestran las visitas y por la más tierna y expansiva emotividad final. María Morales encarna a Nené con toda la verdad visible y oculta del personaje. La que sólo se logra desde la discreción y sobria ternura de quien sabe situarse –como María, como Nené- en el segundo plano desde el que asume su posición en la vida.

Amanda Recacha es la novia que encoje el alma desde su aparición en escena hasta que al fin se desvela en plenitud. Siempre con el contrapunto de su alter ego, de ese novio representado por Juan José Rodríguez que exhibe un carácter de –por lo menos- dos facetas. Una relación imposible de analizar aquí sin destruir su sorpresiva, oculta y, para mí, dura poesía.


Los novios


Finamente, hay dos personajes de extremada importancia –en realidad, todos lo son- en el complejo memoria / vida onírica de Flores: los representados por Rebeca Hernando, la embarazadísima inicial que libera su secreto antes que su líquido amniótico. El suyo, al menos tal como se vio en A Coruña, es un personaje algo ambiguo, entre lo hondo y lo sentencioso, que deja un extraño regusto final.

Pero para final de personaje, el de la chica jipi en la voz y la gestualidad facial y corporal de Mikele Urroz. Su actuación finaliza en la más absoluta ternura –quizás el ideal buscado en toda relación personal-. Pero lo hace después de arrancar desde la casi sosa liviandad inicial –bien representativa de la imagen más extendida del jipismo- y pasando por la rabia apenas contenida en el desarrollo central de su personaje. Óscar Velado tiene la difícil misión de captar la atención del público arrancando sus primeras risas y haciéndole sentir la incomodidad de Flores ante su presencia y revelaciones. En conjunto, un gran nivel medio de actuación.


Una pequeña reflexión final

Mientras buscaba un enlace que explicara lo de los agujeros negros y el horizonte de sucesos, no he podido por menos de pensar en la semejanza visual de esas figuras con la descripción de un túnel lleno de luz que hacen los que dicen haber pasado una experiencia cercana a la muerte. Y, de alguna manera, me atrae la idea de que ésta no sea más que un gigantesco agujero negro que absorbe todo y a todos para devolvernos a una nueva dimensión de tiempo y luz. 

Yo, de momento, no recuerdo si es así...





[1] Tampoco a mí me gusta. Pero donde hay Academia, no manda cronista (salvo en lo de las tildes diacríticas; que ante eso sí que me rebelo).

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